El 22 de enero, la youtuber Nath Campos subió un vídeo a sus redes sociales narrando cómo Ricardo González –un influencer conocido como Rix– abusó sexualmente de ella al volver de un antro algunos años atrás. Nath recuerda la borrachera, los amigos y el tambaleo producto del alcohol. Nath también recuerda el haber vuelto acompañada a casa, recuerda como Rix subió a su departamento, recuerda haberse puesto el pijama y las manos de él tocándola sin consentimiento. Recuerda su cuerpo muerto, inconsciente, sin posibilidad de reacción. Recuerda sus brazos y sus piernas. Mejor dicho, recuerda la imposibilidad de mover sus brazos y piernas. “No sé si estaba en shock o muy borracha, no sé que estaba pasando, hasta la fecha no sé qué pasó con mi cuerpo”, asegura en el vídeo que va acompañado de un proceso penal en curso.
La gravedad de la acusación aunado al carácter público de sus actores hizo que las redes sociales se llenaran de comentarios, acusaciones y prejuicios; fauna y flora autóctona de nuestro ecosistema de plataformas digitales. El contenido de estos mensajes es variado, sin embargo, dos grandes grupos llamaron particularmente mi atención.
“Hay un sistema que permite y perdona”
Dentro de los primeros comentarios que aparecen tras la publicación del vídeo pueden leerse decenas de historias que empiezan con un “A mí también me pasó” y continúan con descripciones de escuelas, fiestas, universidades y parientes. Este #MeToo espontáneo y tropicalizado solo viene a reforzar lo que hemos venido diciendo desde hace décadas: no es un caso aislado, no es una persona en particular, no le ocurre solo a algunas mujeres; hay un sistema que permite, perdona y –como propone Rita Laura Segato–, mandata, la violencia en contra de las mujeres.
El otro grupo, que responde precisamente a este último precepto, es el de los defensores del presunto abusador. Decenas de hombres y mujeres que aseguran que Rix no pudo haber violado a nadie y usan, como único argumento, el hecho de conocerlo, de que es una buena persona, de que “sería incapaz”. Debo decir que hay una parte mía que los entiende.
El fin del silencio
Cuando en 2019 estalló el #MeToo mexicano y las cuentas de Twitter se llenaron de historias de periodistas, defensores, escritores y actores que habían acosado, incomodado, violentado o violado a diferentes mujeres, muchas de nosotras festejamos el fin del silencio. Fue un momento de estallido, de fiereza, de ver que finalmente el miedo estaba cambiando de bando. Sin embargo, el entusiasmo fue directamente proporcional al dolor. Aún recuerdo la publicación de Anhelé Sánchez – (@anhele) que se desprendió de la pantalla y aterrizó directo en el lagrimal de mi ojo izquierdo: “Lo vamos a tirar pero nos va a doler. Un chingo”, advertía. Y sí, después de ver los nombres de amigos, parejas, hermanos y colegas desfilar por entre los peores recuerdos de nuestras compañeras algo se rompió en varias de nosotras y será, quizá, una piedra dentro de nuestra mochila emocional que nos acompañará durante años. ¿Será cierto? ¿Cómo no lo vi? ¿Por qué fue tan bueno conmigo? ¿Será aquello que vivimos juntos parte de su violencia?
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Asumo que, como en el resto de los ámbitos, las respuestas que las otras mujeres habrán dado a sus preguntas son infinitas. Lo que sí sé es que parte de mi propia respuesta me hace hoy pensar en los amigos y amigas de Rix y quisiera decirles, con el periódico del lunes en la mano, que es mejor guardar silencio.
Si algo he aprendido en los últimos años es que la experiencia personal no es, ni por lejos, medida capaz de capturar las infinitas posibilidades de lo que una persona es capaz de ser y hacer. Pero esa obviedad, que en estas situaciones se vuelve invisible a nuestros ojos, no es el único punto ciego de nuestro horizonte. Hasta que no asumamos en plenitud que el sexismo no solo toca al feminicida y al violador, sino que opera silenciosamente desde atrás del entramado cotidiano de relaciones sociales, no podremos aceptar que ese amigo, pareja
o pariente que violentó a otra mujer, es el mismo que nos quiere y nos hace reír.
“Puede ser aunque duela”
Llegado el momento, también tendremos que aceptar, todas las veces que ignoramos, desconocimos o miramos para otro lado cuando esa faceta surgió en él y, quizá, hasta en nosotras mismas. Porque el ejercicio de la violencia en contra de las mujeres no es una excepción en la regla, sino el resultado lógico que emana del orden jerárquico patriarcal.
Es por esto, en resumidas cuentas, cuando nuestro amigo querido y admirado aparece en la historia de terror de otra protagonista lo que yo he aprendido es a contener la negación innata que brota desde adentro de nuestro pecho y asumir que sí, que puede ser, aunque duela.
Este proceso puede tener una infinidad de resultados; no es lo mismo el abusador, que el violador, que el machista, que el que dice piropos en la calle o intenta ligar con torpeza. Pero mientras sigamos exigiéndole más a la víctima que al abusador —o presunto abusador—, la historia seguirá repitiéndose y la tragedia que brota en boca de las mujeres será la tinta con la que se escriban miles de historias… historias de horror.
*Luciana Weiner feminista de corazón, también es periodista del CIDE, colabora en ADN 40, escribe para La Razón y La Cadera de Eva.