Las cuidados de los menores muchas veces caen bajo la responsabilidad de las abuelas. Esto porque tienen que trabajar o en el peor de los casos han sido asesinadas, desaparecidas o una enfermedad las ha llevado a la muerte. En ese momento, en algunos casos, las abuelas se encargan de la crianza.

Rachael Cusick escribe en The New York Times que odiaba salir a comprar ropa con su abuela. Compraban faldas de mezclilla y sostenes deportivos, en los probadores o a la salida, no faltaba tiempo para que su abuela dijera la frase: “Su madre murió. Yo solo soy su abuela”.

En las llamadas semanales le preguntó por qué siempre hacia eso. “¿Realmente pensaba que la joven que las atendía en Dairy Queen debía saber que nuestra madre estaba muerta cuando nos entregaba nuestros helados de galleta?”, se pregunta.

“Era algo muy presente en sus vidas, Rachael. Estaba en todos los lugares a los que íbamos. ¿Cómo no iba a hablar de eso?”, le respondió.

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Las ausencias

Rachael veía las ausencias de su madre en lugares en las que ella y su abuela no se sentían cómodas. La abuela no se sentía cómoda en Victoria’s Secret ni ella en la reunión semanal de jubilados en IHOP. Aunque nunca le pareció tan grave, la abuela era muy buena asumiendo su rol maternal.

Cuando la madre de Rachael se enteró de que tenía cáncer, a los 40 años, la abuela pidió un permiso temporal. Ya había perdido a su hijo que se suicidó, estaba decidida a no perder a su hija.

Pero el cáncer nunca la escuchó.

Ayudar a superar una pérdida

Eran cuatro los hermanos de Rachael, cinco infantes que debían superar la pérdida. Iban a necesitar que alguien les limpiara los oídos, los llevara al dentista y notara que las galletas que estaban comiendo en exceso no llenarían el hueco de sus corazones.

La abuela era una mujer de 65 años, con una rodilla lesionada y artritis crónica, preparada para su segunda fase de crianza.

Con el paso de los años, la abuela trató de ayudar con las cosas que en la vida le recordaban a Rachael que no tenía madre. Se quedó con el segundo boleto para los padres en las graduaciones, le compró sus primeros tampones, le horneó sus pasteles de cumpleaños y le dijo que no la dejaría, ni siquiera durante sus años más difíciles de adolescencia.

La relación de Rachael y su abuela es agridulce, y su profundo vínculo es el resultado de la pérdida que la propició. Ella es la primera persona a la que le cuenta las buenas noticias y la que la consuela cuando son malas. Ella es su contacto de emergencia, asesora de recetas y maestra del amor incondicional.

Una amor que nutre con llamadas semanales por teléfono. Ambas solían tener pijamadas mensuales, pero la pandemia acabó con la costumbre. 

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“Desearía que ella fuera más joven, o yo más vieja. No creo que las personas normales de 25 años se preocupen por eso, pero las personas normales de 25 años no suelen tener figuras maternas de 84 años”.
 

La llamada

Un día que Rachael había salido al supermercado. De vuelta, a su casa, mientras pedaleaba, recibió una llamada de su hermana mayor.

La hermana encargada de dar las malas noticias. Le comentó que su abuela estaba grave. Rachael le llamó a la abuela y esta vez escuchó su voz diferente, entre palabras forzadas le pudo decir: “Te amo”.

Rachael pregunta si  YouTube tendrá videos sobre cómo dar baños de esponja, o si podrá tomarme un permiso en el trabajo para cuidarla si las cosas se ponían feas. “¿Las abuelas están incluidas en esos permisos? Esos momentos me recuerdan la parte faltante entre nosotras y el espacio inusualmente grande que llenamos la una con la otra”, escribe.

“A veces, en ocasiones especiales, veo los ojos color avellana de mi abuela, llenos de lágrimas, y comprendo la complicada alegría que debe sentir al ser esa persona para mí, la que ocupa el lugar destinado a su propia hija. Cuando la pierda, las perderé a ambas. Y entonces ¿cómo será la vida?”.