Guillermo Bonfil Batalla escribió en El México Profundo, una civilización negada, que detrás de lo visible hay estructuras indestructibles (el inconsciente colectivo) el cual se sustenta en formas de organización, identidades diversas, plurales, alimenticias y rituales que forman parte de una matriz cultural mesoamericana en permanente movimiento, el cual ha sostenido a los pueblos indígenas.

Por otro lado, Pierre Bourdieu escribió que el cambio de modelo económico que se realiza desde la perspectiva económica en los países cada diez años, no permite crear verdaderos proceso en pos de las sociedades “modernas”.

Ambos autores nos invitan a mirar a los pueblos indígenas, quienes no cambian de modelo económico cada diez años, lo cual les ha permitido mantenerse como sociedades y culturas sostenedoras solidarias durante más de quinientos años. Aun cuando sus condiciones económicas no han sido las mejores han sobrevivido a las estructuras y a diversas políticas públicas de extinción.

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Mucho tiempo después el movimiento zapatista mostró a México y al mundo entero, que detrás de la pobreza indígena está latente un espíritu que no se doblega ante la posibilidad de dar vida. Al ser colectividades se ayuda al prójimo, aún sin tener “nada”, un apretón de manos puede ser todo. Su fuerza e impulso tiene que ver con sus ombligos literalmente enterrados en la tierra, o puestos en los árboles más altos. Todo eso puede ser incomprensible, pero esos simbolismos e idiosincrasia del México profundo es lo que nos mantiene en pie. No hay un método o una medición científica que lo explique, porque eso está en nuestra sangre, en nuestro ADN en nuestro inconsciente colectivo, en las entrañas de la tierra, la que nos parió antes de ser paridos por nuestra madre, apoyada de nuestro padre. La que nos recibe de vuelta, una vez que transitamos en este mundo, y aun así, nos da la posibilidad de renacer una y otra vez.

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El surgimiento de la hermandad colectiva

El 19 de septiembre de 2017 en la Ciudad de México, Morelos, Oaxaca, Chiapas y Puebla en ese otro México, el profundo, surgió la hermandad colectiva y plural sin importar credos, creencias, si eras mujer, hombre, gay, trans, bajita, alta, blanca, morena, no importó. Lo único importante era ser solidarios con quienes perdieron todo, menos las ganas de vivir y volverse a poner de pie.

Mujeres, hombres, jóvenes y sociedad civil nos agrupamos como en fiesta comunal para quitar escombros y hallar vidas. En el caso de los muertos se tomaron sus cuerpos para despedirlos con un ritual, regresándolos a la tierra para el descanso de su espíritu. Aun sin conocerlos, forman parte de nosotros, son hermanas y hermanos de nuestro colectivo social. El escavar y el estar, era una forma de ayudarnos, para sanar un poco “la culpa” que sentimos por seguir vivos, era una forma de vivir nuestro duelo colectivo.

Mi corazón se hincho de emoción y regocijo mexicano cuando recorría el camino hacia el multifamiliar de Tlalpan, donde el México profundo se visualizó en forma de brigadas. Se sentía la tristeza, pero también la pulsión de vida que se apersonó en cada una de los que estábamos ahí, buscando vidas, acompañando, esperando.

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La búsqueda del yo debajo de los escombros

En el trayecto se miraban los letreros colgados en las casas o departamentos que decían: “Aquí puedes cargar tu celular”, “aquí puedes venir al baño”, “si no tienes dónde pasar la noche, aquí tienes un lugar”, “si quieres café, aquí tenemos uno para ti”, “aquí recibimos donaciones, esto es lo que se necesita” y luego entre letreros y brigadas, observas a la gente que llevaba comida y herramientas. El cansancio de hombres con rostro cansado, llenos de polvo, acomodando toda su herramienta para ir a descansar un rato. A la par, otros llegaban con sus grupos de amigos y amigas con bríos y fuerza para comenzar su jornada nocturna.

En la entrada del multifamiliar había vallas para cuidar y ordenar al voluntariado para evitar accidentes. Te canalizaban al lugar que se necesitaba y si ya no era necesario, esperabas en una fila. De pronto se escuchaba un grito “un eléctrico, un eléctrico y se iban pasando la voz”. Una voz femenina firme y segura a cargo de la cuadrilla nocturna, intervino diciendo: guardemos silencio por favor, sólo uno que pida el eléctrico y se escucha. Así que, a quién le correspondía, se colocó en medio de la valla, lanzó una lucecita intermitente y grito sólo una vez lo que se requería. Así llego el eléctrico, luego entonces la maravilla de los puños comenzaron a levantarse, uno detrás de otro, y se creó el silencio avasallante y fuerte de todas esas ciudadanas y ciudadanos que estábamos ahí, fue impresionante el profesionalismo con que se trabajaba. El silencio era total para poder escuchar vida dentro de los escombros, por eso lo nombre el silencio de la vida, nadie podía caminar ni en cuclillas, era como el cirujano que tiene que poner toda su atención y precisión para poder abrir el corazón y curarlo. En segundos gritaban: ¡hay vida! y todos aplaudíamos, comenzando nuevamente a quitar escombros y encontrar esa mirada asombrada y agradecida por seguir viva.

Simbólicamente y desde el inconsciente colectivo buscábamos debajo de esos escombros, en las entrañas de la tierra, además de cuerpos con vida o sin vida, rescatar eso llamado el México profundo, que de alguna manera somos nosotros mismos, son nuestras raíces que nos han mantenido con fuerza ante las diferentes adversidades para poder renacer, como sujetas, sujetos, como sociedades un poco más sanas, autónomas, solidarias, amorosas, participativas y guerreras también.

Norma G. Escamilla Barrientos es licenciada enpedagogía por la Facultad de Filosofía y Letras en la UNAM y tiene maestría en psicoterapia psicoanalítica por el Centro Eleia, A.C.

@EscamillaBarr