Tengo que aceptar que tuvieron que pasar varias semanas para sentarme a escribir este texto.
De entrada ha habido una vorágine de ideas, movimientos, caricaturas, frases, películas y cambios de mentalidad que ha provocado el feminismo y creo que hoy en día todas y todos hemos sido afectados de alguna manera. Hablaré en primera persona para responsabilizarme por las letras que a continuación voy a plasmar.
Tengo una profesión que me permite entender y replicar el discurso con bastante exactitud; creo que el feminismo es una postura teórica pero particularmente es una actitud cotidiana, y yo como varón, heterosexual y cisgénero tenía todas las de perder en un entorno que estaba cambiando muy rápidamente –no tanto como quisieran las personas que se encuentran del otro lado de la balanza- pero sí lo suficiente como para saber que mi entorno se iba modificando y que mis patrones de comportamiento no podían quedarse tal y como habían sido enseñados en mi socialización del seno familiar y de mi entorno escolar. El mundo se estaba moviendo.
Y fue sencillo, hasta cierto punto, comprender las desigualdades de mi entorno –porque si bien no comprendía la exclusión que vive la diversidad sexual, sí podía comprender la exclusión por temas raciales o económicos- entonces podía entender que el mundo estaba funcionando mal y que era necesario tomar consciencia de ello para poder modificarlo. El marxismo fue una puerta que se me abrió y que me permitió tener una herramienta teórica para señalar y combatir, de cierta manera, la desigualdad permanente.
Pero aprendí de una generación bastante adoctrinada en términos de lucha de clases pero muy bruta en términos de género y diversidad; “con falda ó pantalón, el mismo corazón” decían los marxistas sesenteros creyendo que ese estereotipo de la “falda” o el “pantalón” no seguía siendo parte de la reproducción de estereotipos tradicionales que no mostraban sino la ceguera de un grupo de varones privilegiados que fueron denominados “machos progre”.
El término me molestaba muchísimo; me parecía injusto y desproporcionado. Es decir, había pasado mi vida “combatiendo” desigualdades de clase y señalando las injusticias raciales que se vivían en este país, pero las luchas de género no me representaban, es más, la retórica en torno al tema señalaba que la lucha de género estaba supeditada a aquellas de clase que se tornaban mucho más urgentes y necesarias. Si, estimado y estimada lectora, era un “macho progre” pero no lo quería aceptar.
Y ojo, no creo que el hecho de aceptarlo me permita dejar de serlo aunque las estadísticas me hayan abierto los ojos; entre las personas pobres, entre los grupos indígenas, entre aquellas personas que se encuentran en una situación de vulnerabilidad, hasta abajo están las mujeres, es decir, lograba percatarme que había muchas dificultades para ingresar a estudiar por parte de una persona de un grupo originario pero no era consciente que todavía era más difícil para una niña que para un niño y no hablo ni siquiera de las preferencias sexuales porque todavía es más triste y ruin la situación con aquellas personas que expresan su diversidad en entornos conservadores.
Pero ver la realidad estadística me hizo ver algo todavía más horrendo; no eran números, era yo mismo. Es decir, cuando empecé a comprender las luchas por el cese del acoso, por el abuso psicológico que los varones ejercemos sistemáticamente, cuando entendí que el sexo sin consentimiento explícito había sido violación, entonces comprendí lo inmensamente monstruoso que había sido a lo largo de mi vida y el profundo daño que le había causado a muchas mujeres. Ese shock es algo que sigo trabajando cotidianamente.
Entonces aprendí que tenía que cambiar… cuando menos discursivamente. Y así, utilicé el lenguaje incluyente, aprendí las frases, entendí que tenía que quedarme callado y opinar lo mínimo posible en torno al tema y ante los ojos de muchas feministas y de muchas personas en mi entorno era eso denominado “aliado”. El término sonaba tentador y permitía un cierto reconocimiento social.
Pero el discurso no se sostiene en el tiempo si no hay un cambio de actitudes de fondo y no tardé en recibir el señalamiento directo de varias de mis ex compañeras sentimentales sobre lo hipócrita de mi postura; había un cambio de formas con un fondo bastante turbio e incongruente. Dichos señalamientos me hicieron pensar; ¿cómo voy a sentarme a escribir sobre el feminismo –aunque fuera desde una postura masculina- si es que soy tan profundamente incongruente?
Decidí –por el bien de mi entorno cercano y convencido de la necesidad de un profundo cambio social- empezar a llevar un proceso de análisis con un especialista y a participar en un grupo sobre masculinidades que me ayudara a reflexionar sobre mis propios conflictos. Sé que será un proceso largo y doloroso pero si busco algo cercano a la congruencia, es necesario que deje de cargar en las mujeres cercanas a mi entorno todos mis problemas, mis violencias y empiece a hacerme cargo de ellas.
Es entonces cuando decidí aceptar escribir al respecto poniendo tres condiciones que me parecen fundamentales:
1.- No voy a escribir sobre feminismo. De entrada no creo que me corresponda hacerlo como varón y hacerlo me parecería no sólo cínico sino que además, no podría aportar nada significativo. No voy decir nada nuevo que pueda aportarle a las mujeres ni tampoco pretendo quitarle espacio a una mujer para hablar de sus propios temas. Mi necesidad de escribir surge con la intención de escribir sobre nosotros, los hombres, los que violentamos sistemáticamente y con ello no sólo exponernos sino además, comprometernos con nuestras propias violencias porque si no empezamos también nosotros a nombrarlas, va a seguir habiendo una política generalizada de negación del problema.
2.- Escribir desde el anonimato. Lo hago por diversas situaciones; de entrada, por respeto a las demás personas de mi entorno, comprometer historias que escucho, situaciones que percibo y reflexiones que no me pertenecen con lujo de detalle, se me hace vulnerar la confianza de aquellas personas en mi entorno que me han compartido o me han mostrado esa parte que desean cambiar, puedo compartir mis reflexiones universales que surgen a partir de dichas historias, pero no soy dueño de las mismas, se me hace vil utilizarlas y que pudieran ser ligadas a personas en particular. En segunda instancia, el proceso de deconstrucción conlleva una “felicitación” ó un cierto reconocimiento social que no deseo tener por llevar a cabo este proceso, sobra decir que estoy totalmente en contra de que a los varones se nos otorgue cualquier refuerzo positivo por hacer algo que éticamente nos correspondería hacer.
3.- No recibir ningún tipo de incentivo económico por escribir. Así como el reconocimiento social no debe ser un motivo para escribir, tampoco debería haber ningún tipo de aporte económico por abrir este espacio, no pienso lucrar con un movimiento ni tampoco seguir aparentando creer discursos que se tornan vacíos si no hay un compromiso verdadero de cambio.
Finalmente, estas letras pretenden ser confesiones, textos públicos como respuesta ante el infantil “no todos los hombres… la verdadera lucha es de gente buena contra mala… yo soy un hombre aliado…” porque no, el país sigue estando igual; aunque se modifique el discurso ahí está el acoso presente, la violencia entre las parejas continúa, la impunidad por las violaciones y los feminicidios son las más altas de toda América. Hoy, como varones, no queda más que hacernos responsables de la carga histórica que conlleva nuestro privilegio y comprender que si no renunciamos al mismo y comenzamos a actuar en lo corto, en lo cotidiano, las promesas no son más que palabras bonitas que se lleva el viento… y afortunadamente, las mujeres ya no están dispuestas a tolerarlo.
bl