“¡No mames, soy yo!”. En la pantalla decenas de fotos en las que ella aparecía semidesnuda o sugerente titilaban dentro de una conversación de Facebook. La cuenta era falsa, creada exclusivamente para hacerle daño, pero el terror que sintió Adriana era absolutamente real y la acompañaría durante mucho tiempo porque ese capítulo en su vida recién comenzaba.

Pasaron diez meses de ese episodio, ahora Adriana también está frente a una pantalla, pero la que está del otro lado soy yo. Durante una hora intenta reconstruir cómo pasaron las cosas, qué fue primero, qué sintió, cómo cambió su vida. Me dice que está nerviosa, que es la primera vez que lo habla con alguien que no sea de su círculo íntimo. Durante el relato se ríe, imagino que más por ansiedad que por gracia, y usa una frase que guiará el resto de la conversación: “es mi cuerpo, es mi intimidad, yo decido qué hacer con él”.

La pornovenganza en México

La pornovenganza es un delito que sufren miles de mujeres en México y el mundo. Las historias tienen especificidades, pero lo que se repite es la exposición sin consentimiento de imágenes, audios o videos que fueron tomadas en la intimidad y acaban exponiendo a la víctima al escrutinio público. En México, la Ley Olimpia -un triunfo de un grupo de mujeres y, en particular, de Olimpia Coral que usó su experiencia personal para impulsar una legislación que nos proteja a todas-, fue un avance histórico en el combate al ciberacoso que ya está penado en más de catorce estados. Sin embargo, este es sólo el primer paso. La dificultad en el acceso a las pruebas, la ineficiencia del sistema de impartición de justicia, la desconfianza en las autoridades y la falta de regulación en la web hacen que el problema de fondo no encuentre una solución definitiva.

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“¿Cómo voy a confiar en las autoridades cuando sé que cuatro policías violan a una niña y no pasa nada?”, dice Adriana. Denunciar o no denunciar, he aquí el dilema. En el proceso, muchos le cuestionaron por qué no había acudido al Ministerio Público, Adriana responde -y se responde- que no quería hacerlo más grande, que no quería presentarles sus fotos a las autoridades y quedar, ahora, a merced de lo que ellos pudieran hacer. “Es la desconfianza”, asegura.

Y esa desconfianza tiene cifras: a través de la plataforma de transparencia, algunos estados ofrecieron los datos que registraron desde la implementación de la Ley Olimpia hasta febrero de este año. De todas las carpetas de investigación abiertas, Baja California, Nuevo León, Puebla, Querétaro y Sonora reportaron tener cero sentencias dictadas. Por su parte Ciudad de México informó que, hasta ese momento, registraba dos judicializaciones. El resto de los estados no respondió o acusó no tener la información a la fecha de publicación de este texto.

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Gráfica: Maurizio Montes de Oca

Las plataformas no se hacen responsables del contenido de los usuarios

Las cifras arrojan una verdad ineludible: este delito no escapa a la situación que se vive en el país; según el Índice Global de Impunidad, en México el 99.3% de los delitos quedan impunes.

En la red la situación es aún más compleja. Saúl López Noriega, Doctor en Filosofía Política y Derecho Constitucional e investigador del CIDE, apunta: “Cuando firmamos el TLC se copió prácticamente de manera textual la cláusula 230 de la Ley de Telecomunicaciones de Estados Unidos que establece que las plataformas no son responsables ni pueden ser demandadas por ninguna de las cosas que suban sus usuarios”. Al respecto, explica que las plataformas se rigen por reglas comunitarias y de sus propios estándares dependen los tipos de contenidos que pueden subirse o no.

“Es una tendencia que surgió en los noventas, a partir de una idea un tanto utópica que Internet iba a ser un área de libertades. Sin embargo, con el tiempo nos hemos dado cuenta que suceden abusos”, aclara.

En la actualidad, Facebook tiene una política estricta relacionada con la pornografía, el abuso sexual infantil y las imágenes sexuales de todo tipo, pero muchas otras plataformas son más laxas o, incluso, promueven este tipo de contenidos.

El caso de Adriana es un botón de muestra. “Mis fotos estuvieron en Twitter tres meses y yo entraba a reportarlas cada semana”, dice.

El ciberacoso al que estuvo sometida pasó por todas las redes sociales. En agosto de 2019 comenzaron los mensajes en Facebook, un mes después, una amiga le dijo que las habían filtrado en Twitter y durante todo lo que restaba del año fue hostigada con mensajes de Instagram y publicaciones en Twitter, “creaban más y más cuentas falsas y me decían: ‘¿ya las viste? ¿ya las viste?’”.

“Yo pensé varias veces en hacerme daño y acabar con mi vida"

Durante todo ese proceso, Adriana se despertó todos los días a la una, tres y cinco de la madrugada para revisar si ya habían subido sus fotos nuevamente a las redes o si ya se habían viralizado. Junto con el insomnio vino también la tristeza y la depresión.

“Yo pensé varias veces en hacerme daño y acabar con mi vida. Tenía tanto miedo y tanta presión que había días que ya no quería… no sabía cuándo me las iban a volver a sacar”, comenta.

Adriana relata que aumentó de peso y empezó descuidarse, “inconscientemente no quería que me vieran”, dice. El miedo se quedó con ella, la resignación fue, en su caso, el único remedio.

A lo largo de los sesenta minutos de plática, Adriana repite una y otra vez que esas fotos no la definen, que se niega a que la conozcan como “Adriana, la de las fotos”. Por eso, vale la pena mencionar lo siguiente: Adriana tiene 25 años y trabaja en el ámbito político. Defiende sus ideales, es provocadora, divertida, se ríe mucho, es aguerrida, le gusta la comida libanesa y mueve las manos al hablar. Me dice que quiere ser una mujer poderosa que tome decisiones y ayude a la gente. Me dice, también, que no va a dejar de decir lo que piensa, que callarse sería darles la razón y dejar que ellos ganen.

En su caso no hay un exnovio, amigo o pareja que haya filtrado las imágenes. De hecho, esas fotos jamás habían salido de su teléfono “eran de esas que te tomas y jamás mandas porque sales mal o borrosa”, dice. “Fue un ataque frontal, fue un ataque político”.

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Hacia el final de la conversación, cuando estábamos a punto de despedirnos, dice algo que me deja pensando: “Muchos me acompañaron, pero muchos otros, incluso gente que me quiere, me dio a entender que por mi forma de ser había provocado lo que me pasó”, y remata “quizá no estamos tan deconstruidos como creemos, ¿no?”.

La pregunta aún sigue resonando.