Estamos a unos días del #8M y una de las principales causas que salimos a defender en la marcha es el poder sobre nuestro propio cuerpo: que no es propiedad de nadie, sino espacio de ejercicio de nuestra libertad; que no es no; que tiene derecho a existir en plenitud e integración física y emocional.

Y es que, aunque los cuerpos se definen por su sexo como condición biológica que nos diferencia a unas de otros, la ecuación se complica cuando entra en juego el género. Esa construcción social, cultural e incluso política que desde hace siglos nos impone mandatos, roles y estereotipos. Resulta que ese entramado de lo que les está permitido a los cuerpos de las mujeres en contraste con los de hombres no solo aplica para quienes habitamos la Tierra, sino que el control empezó… ¡desde el Olimpo!

La verdad, cuando pienso en la mitología griega me parece inevitable viajar a las escenas de la película Fantasía que me asombraron durante la infancia. En especial, la de los centauros disfrutando de un paisaje alucinante al ritmo de la Sinfonía pastoral de Beethoven, todo armonía y felicidad. Quizá por eso me sorprendió tanto cuando me encontré con un ensayo sobre los orígenes mitológicos del patriarcado, escrito por la filósofa española Clara Serra. Y entonces, empecé a buscar más información sobre la mitología vista desde una mirada feminista.

Si en pleno siglo 21 el ejemplo de los dioses pesa, imagínate en las primeras civilizaciones. Egipcios, chinos y griegos aprendieron sobre nociones tan centrales para el orden en una sociedad como el temor, la autoridad, el amor y la lealtad a través de la socialización de boca en boca de sus mitos fundacionales.

En la antigua Grecia, por ejemplo, el control del cuerpo de las mujeres fue enseñado como un poder divino y hoy, en pleno 2022, la forma en que ocupamos el espacio público y privado está condicionada por el mismo sistema donde es el hombre (antes el dios varón) el ordenador de los modales, los gestos, las conductas y hasta las emociones.

¿Por qué se castiga tanto que expresemos nuestro enojo? Hay frases como “enojada te ves fea” que se han repetido por generaciones y no son más que la manifestación de un mandato de sumisión que es perpetuado, porque se normaliza la obligación de estar sonriente todo el tiempo… aunque estés cansada, aunque estés aburrida y aunque estés enojada.

Voy al caso de Hera, la diosa griega protectora del matrimonio que se ganó fama de violenta y vengativa porque —cosa rara— le enojaba que su esposo Zeus tuviera amantes. En ocasión de alguno de esos enojos, ella decide tener un hijo sola —porque obviamente nunca se atrevió a ser sexualmente infiel—; el bebé se llama Hefesto y nace tan deforme que todos, incluida su madre, lo rechazan. 

Tengan para que aprendan, dice una frase de moda. El enojo sale caro y basta este episodio para aleccionar a generaciones de griegos, una de las civilizaciones madre de la Occidental. Hera soportó tanto maltrato, castigo y engaños, que Zeus… ¡la perdonó! Y así es como se volvió un modelo de esposa.

La mitología no son historias de dioses, sino de hombres y mujeres. Autores como David le Breton nos explican que fenómenos cotidianos en la publicidad y los medios, como mujeres asistidas por varones “protectores” ya sea en el ámbito profesional, familiar o amoroso, son una muestra de la raíz cultural del problema que se quedaría en anécdota si no fuera porque ahí empieza la gravísima normalización de la violencia de género.

No, no tenemos que aguantar ni sonreír todo el tiempo y mucho menos tener miedo de las consecuencias de expresar con libertad nuestras emociones. Desmitificar la legitimidad del control patriarcal sobre nuestros cuerpos es urgente. Y por eso vamos a la marcha, también, a reclamar ese poder. Lo hacemos todos los días de marzo, de abril y de siempre.

María Elena Esparza Guevara es Maestra en Desarrollo Humano, comunicóloga feminista y activista por el derecho a la conciencia corporal. 

Twitter: @MaElenaEsparza