Jardines, calles empedradas y edificios neoclásicos, la pequeña y montañosa capital de Escocia es una de las ciudades más bellas en Europa. Puedes disfrutar de un paseo por su ciudad antigua o una sofisticada cena en la ciudad nueva, visitar la asombrosa vista panorámica desde la cima de Arthur’s Seat o admirar el imponente castillo de Edimburgo que se alza sobre la ciudad.
Son muchas las maravillas que se encuentran en Edimburgo, pero con ello también existe una parte sumamente oscura en su historia. Entre los siglos XV y XVIII, Escocia se bañó en sangre con miles de acusaciones de brujería. Alrededor de 3,000 inocentes fueron torturados, quemados o asfixiados en Edimburgo a manos de la Inquisición escocesa, bajo cargos de brujería.
Este arte oscuro estaba arraigado al miedo de los ciudadanos, quienes al no poder explicar las enfermedades, asesinatos, desapariciones o incluso el mal clima, automáticamente apuntaban a la brujería como fuente de todo mal. Tal fue el nivel de histeria, que solo bastaba con caerle mal a tus vecinos para que estos te acusaran de brujería.
Así mismo, la Inquisición escocesa, una de las más sanguinarias de todos los tiempos, aprovechó dicho miedo para expiar el mal de las calles, asesinando a miles de inocentes en el proceso y marcando a Edimburgo con una cicatriz permanente.
LAS MARCAS DEL MAL
Pero ¿cuáles eran los criterios para considerar a alguien culpable? Ser pelirrojo (un símbolo del mal), tener una marca de nacimiento (algo tan subjetivo como una peca, lunar o cicatriz podía ser considerado válido) y tener 3 pezones (una condición padecida por 2% de la población Escocesa, pues este último se consideraba una característica que servía para amamantar al demonio).
Típicamente se debía cumplir con los 3 requisitos para poder ser acusado por brujería, sin embargo, en Escocia bastaba con solamente 1 para ser condenado. A partir de ello, comenzaba el proceso de tortura y posterior ejecución si se confirmaba su condición de “bruja”.
LAS PRUEBAS Y MÉTODOS DE CONFESIÓN
¿Tortura y juicio? más bien ambas. Durante la Edad Media, la única manera de demostrar la culpabilidad o inocencia de los acusados era por medio del dolor.
Primero, se les colocaba un collar de púas alrededor del cuello a las supuestas brujas durante varios días, en caso de pasar la “prueba”, se pasaba al siguiente método de tortura: el punzón. Con este se pinchaba todo el cuerpo de los acusados, buscando el “punto de contacto con el diablo”, la lógica del momento era que al encontrar este punto donde el demonio había tocado al humano, este dejaría de sentir cualquier clase de contacto físico, incluido el dolor. Claro que después de horas siendo mutilado, el cuerpo entra en estado de shock y se desconecta de la mente, pero esta respuesta natural era vista como confirmación de brujería.
Sin embargo, aún existía una tercer prueba en caso de ser necesaria. A los pies del Royal Mile (la avenida que comunica el Castillo de Edimburgo con el palacio Holyroodhouse), se había creado un lago conocido como Nor Loch, el cual contenía toda clase de desechos que se lanzaban desde la ciudad, haciendo que sus aguas fueran sumamente densas. Para la prueba, las “brujas” eran amarradas de pies y manos a una piedra y después lanzadas al lago de desechos.
Si se hundían, eran inocentes (aunque morían ahogadas), pero si flotaban significaba que el demonio sostenía la piedra desde el fondo del lago. La cuestión era que la mayoría de las personas arrojadas flotaban debido al espesor del agua, además, las faldas de las mujeres en dicha época formaban una campana de aire permitiendo que estas tardaran más tiempo en hundirse.
Una vez confirmada la identidad de la bruja, se llevaba a la misma a la hoguera para ser quemada viva en la cima de Calton Hill.