Ser madre en tiempos de liberación femenina es una circunstancia cada vez más extraordinaria. Y no por el hecho de que las mujeres millennials o universitarias se rehúsen a serlo, sino porque cada vez, las circunstancias en las que las mujeres deciden la maternidad, son distintas. Se ha quedado atrás la hegemonía del mandato familiar tradicional en el que la sociedad imponía como vida ideal la unión entre hombre-mujer e hijos. De hecho, según Georgina Cárdenas del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH), las millennials no quieren sacrificar su libertad por preferir mantener abiertas las alternativas de realización personal. Pero hoy no quiero hablar de la pendiente reconciliación entre maternidad y realización profesional.
Hay mujeres que son madres sin sus hijas o hijos, ya sea porque han fallecido o desaparecido, otras madres que se arrepienten de ser madres y finalmente, las mujeres que solas o acompañadas, desempeñan la valiente labor de crianza.
En este texto hablaré de los dos primeros tipos de madres, pues el día que para miles de mujeres se llena de felicitaciones, flores y festejos, para muchas otras, inunda los recuerdos y torna las horas bastante incómodas y dolorosas.
Las madres sin sus hijos por desaparición, hoy son arropadas por El Día Después con la marcha virtual #CorazonesEnMarcha. En nuestro país, existen más de 50 colectivos de madres que de un día al otro, se volvieron activistas e investigadoras con más información, en ocasiones, que los mismos gobiernos. Desde el crecimiento de las fosas clandestinas por obra del crimen organizado a lo largo y ancho del país, hasta las desapariciones forzadas encabezadas por fuerzas militares y policiales al servicio de los Estados, hay 61 mil 637 desaparecidos, de las cuáles, más de 9 mil son mujeres. El informe de Atrocidades Innegables de Open Society Justice Initiative ha contado desde finales del 2006, las desapariciones vinculadas con tortura, crimen organizado y cárteles en zonas de fuego, emblemáticas, como Ayotzinapa, Tlatlaya, San Fernando, Ojinaga, Allende y Apatzingán, entre muchas otras.
Cinturones de hostilidad para el simple paso peatonal como Ciudad Juárez, Coahuila, Guerrero, Chiapas y la frontera sur donde las maras siembran el terror, esconden el mayor número de fosas clandestinas donde además del silencio, hay incertidumbre por la falta de mecanismos para identificar los restos y el silencio por parte de las autoridades para sistematizar búsquedas, información y transparencia sobre los restos que se encuentran. Tener una hija o hijo desaparecido es poco más doloroso que tenerle muerto.
Así como lo sufrieron las madres de la Plaza de Mayo que al día de hoy siguen encontrándose, afortunadamente, con sus descendientes, enfrentar el duelo de alguien cuyo paradero no se sabe, es dificilísimo. Significa dormir sin certeza de que la persona que amamos esté viva o muerta, sufriendo o disfrutando, en tortura o en esclavitud, con el cuerpo íntegro o ya mutilado, con la presencia de su madre en los recuerdos o con la memoria destruida, con esperanza o con resignación; si es que fue el Estado o el crimen organizado, si lo hizo su pareja o era un mal momento en el lugar equivocado, si es que tenían motivos o si es que fue gratuito. Entre más tiempo pasa, menos probable se hace el reencuentro. Muchas tantas fueron separadas de sus hijas e hijos al nacer y fueron esos mismos hombres a quienes amaron, los que les arrebataron a su descendencia bajo el amparo de leyes machistas o sistemas incapaces de asegurar el derecho de los niños a tener una madre.
Las otras mujeres que son madres con todo y no tener a sus hijas e hijos son las que parieron a alguien que falleció. A las mujeres, en la tradición patriarcal, se les ha nombrado a partir de su relación con los hombres o con sus hijos: se puede ser esposa o viuda; madre o hija. Sin embargo, no existe un adjetivo calificativo para la mujer que es madre de una persona fallecida. De hecho, la biología dicta que sean las y los hijos quienes vean envejecer y morir a sus madres. No existe una sola madre que esté preparada para ver morir a su cría.
La mirada de las madres que perdieron a sus hijos por las armas de fuego (Foto: El Diario ES)
Es todavía más doloroso cuando esa cría es bebé o infante. El daño que se guarda en el alma de esas mujeres es difícil de sobrellevar y en muchas ocasiones, requiere de apoyo psicológico y terapia. La llegada de otro hijo nunca sana haber perdido al anterior. Algunas los pierden cuando aún están en el vientre, otras más los miran fallecer de cáncer, muerte de cuna u otras enfermedades dolorosas después de librar largas batallas. Algunos les dicen “angelitos” pero en realidad, son ausencias. Asientos que se quedaron reservados para personas que nunca llegarán a sentarse en ellos. Infancias que nunca se pierden porque aquello que las rompe, que es la madurez de transformarse en un adulto, nunca llega. Dos novelas pueden acompañar el duro proceso para aquellas mujeres que son madres de fallecidos: Los hijos muertos de Ana María Matute; La casa de los espíritus de Isabel Allende y La ridícula idea de no volver a verte, de Rosa Montero. No logré encontrar estadísticas de las mujeres que han perdido a sus hijas e hijos por muerte, pero definitivamente, muchas conocemos a alguna.
Finalmente, existen madres arrepentidas de serlo. La sobrevaloración romántica de la maternidad que pinta de color rosa la vida después de parir, sepulta quejas y silencios donde se esconden los “hubiera”. Y no quiere decir que esas mujeres no quieran a sus hijas e hijos. De hecho, les aman. Simplemente, se arrepienten de serlo. Ante la imposición patriarcal hacia las mujeres de disfrutar la maternidad y dotar el hecho de tener un útero como la naturaleza obvia para desear con toda el alma parir, eso a lo que le llaman el instinto maternal, lastima también. En el libro “Madres arrepentidas” de la israelí Orna Donath se abunda sobre las reflexiones y acercamientos a este fenómeno que es más común de lo que se piensa y de la misma forma, silenciado.
Hoy que celebramos la maternidad, vale la pena pensar en quienes no viven el día como una festividad y brindar un libro, un hombro o un abrazo. Después de todo, el breve espacio en que no están las personas a las que más se ama tendría que despertar la solidaridad de los cercanos y lejos de juzgar las razones de la ausencia, las luchas y las búsquedas, reconocer que el 10 de mayo no sólo es un día de restaurantes y panteones, sino que es también un ring de lucha contra la tristeza, nostalgia, depresión y ansiedad. A todas ustedes, esta columna les abraza.
*Frida Gómez es abogada abolicionista y activista feminista