Hace casi un año un grupo de estudiantes de Chile, en su mayoría mujeres, llamaron a una «evasión masiva» en los túneles del metro ante el aumento del boleto que subió de 800 a 830 pesos chilenos. Las calles rápidamente se llenaros de manifestantes que rechazaban el aumento, pero fundamentalmente, protestaban contra la desigualdad, la falta de acceso a la salud, un modelo económico al borde del colapso y una brecha social cada vez más amplia que, entre otras cosas, puede verse en las cifras del último informe de la CEPAL: el 50% de los hogares chilenos accedió solamente al 2,1% de la riqueza neta del país. 

Las movilizaciones continuaron en aumento y la reacción del gobierno, que decretó toque de queda, pobló de militares la calle y catalogó al movimiento de «enemigo peligroso», no hizo más que avivar la llama del descontento. Llamas simbólicas y literales que además de expresarse en la furia de los y las manifestantes envolvieron varios edificios de la capital. 

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Un día, en medio de las marchas y las banderas, apareció un grupo de mujeres -que más tarde conoceríamos como Lastesis- que bailó, cantó y le gritó en la cara al pacto patriarcal que los violadores también eran ellos; los jueces, los policías, el Estado, los que callan, los que encubren. Rápidamente Un violador en tu camino trascendió fronteras y la cantamos en los parques y las calles de decenas de países alrededor del mundo. 

El 8 de marzo más de dos millones de mujeres chilenas salieron a las calles para protestar en contra de la inequidad y la violencia y una gran ola morada recorrió la ciudad. Porque nuestra lucha, la de las mujeres, está inserta en un contexto de violencias múltiples que no solo invisibilizan a la mitad de la población; también explotan y oprimen a un sector mayoritario cuyas opciones se reducen a adaptarse o morir. Los y las chilenas encontraron una tercera: rebelarse. 

Si hay desigualdad, seguramente esa desigualdad será más profunda entre hombres y mujeres

Los motivos por los cuales se movilizaba el grueso de la población también se veían reflejados en las exigencias de la ola morada: si hay desigualdad, seguramente esa desigualdad será más profunda entre hombres y mujeres; si hay acceso restringido a los servicios de salud, es probable que esa falta del Estado termine recayendo en la población femenina que será la que se haga mayoritariamente cargo de los trabajos de cuidados; si hay informalidad, el porcentaje de mujeres que trabaje bajo estas condiciones será mayor. Y a esta larga lista sin duda hay que sumarle la violencia sexual que se reproduce en la escuela, el trabajo, la casa y el espacio público. 

Foto tomada de: Emol

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El plebiscito a través del cual el 78% de las y los chilenos aprobaron reemplazar la actual Constitución -que fue escrita durante la dictadura militar de Augusto Pinochet (1973-1990)- es histórico y marca un antes y un después para todo el conjunto población del país. Sin embargo, la importancia que han tenido las mujeres en este proceso nos deja claro que ya no habrá movimientos sociales sin nosotras y que las calles siguen siendo una poderosa herramienta para el cambio. Crear una nueva Constitución mediante una convención constitucional, es decir, ciento cincuenta y cinco ciudadanos y ciudadanas elegidos por voto popular y creada en paridad es un hecho inédito en el mundo y que marcará precedentes. Las demandas sociales que nos llevan a las calles con cada vez más frecuencia podrán, por fin, ser incluidas en la Carta Magna y convertirse, de esta forma, en una posibilidad única de ser pioneros a nivel global. 

Lo conseguido en Chile es una victoria de quienes han luchado durante más de treinta años por desmantelar las estructuras de privilegio, pero fundamentalmente, es el estallido de las y los jóvenes que, cansades de la opresión y la desigualdad, salieron a las calles e hicieron temblar al sistema hasta quebrarlo, o al menos, provocarle una grieta. Es evidente que la nueva Constitución no será la solución a todos los males, pero la potencia de las mujeres chilenas nos deja la esperanza de que la lucha no es en vano: saltar un torniquete en el metro puede ser el puntapié inicial que culmine con el cambio de la Constitución que remite a una de las dictaduras más sangrientas de Latinoamérica.

*Luciana Weiner feminista de corazón, también es periodista del CIDE, colabora en ADN 40, escribe para La Razón y La Cadera de Eva.