La literatura jurídica y feminista ha considerado siempre que la mujer, en determinados contextos sociales, suele encontrarse en diversas posiciones de vulnerabilidad, como fue el caso de Ana, una indígena mixe que fue abusada sexualmente por alguien en su comunidad, el caso sigue en discusión.
Nosotros vamos un poco más lejos y afirmamos que la mujer siempre se encuentra en dicha posición; pensemos en algunos ejemplos: transporte público, la calle, la prisión, la pareja, la familia, e incluso la propia comunidad. Por comunidad aquí queremos hacer énfasis en las poblaciones indígenas.
En un momento social donde la crítica a los grupos diferenciados puede tildarse de ser políticamente incorrecta, es cuando precisamente debemos abrir espacios para la reflexión. En términos concretos, las comunidades indígenas se han convertido en un foco de peligro de cara a los derechos humanos, sobretodo los que corresponden a las mujeres. Decimos que analizar la forma en la que opera una comunidad indígena desde una lente crítica es políticamente incorrecto, se debe a que gracias al sistema paternalista y católico en el que nos encontramos sumergidos se ha educado a la gente para observar a los grupos indígenas con misericordia y condescendencia; como si fuesen ciudadanos pertenecientes a una categoría inferior que requieren un tratamiento asistencial. La práctica jurídica ha demostrado que los indígenas cometen delitos al igual que el resto de los ciudadanos, por lo que una observación diferenciada tratándoles como “menores de edad sociales” no nos parece aceptable.
LAS COMUNIDADES INDÍGENAS VAN MÁS ALLÁ DE LO QUE SE MUESTRA EN TELEVISIÓN
Las comunidades indígenas van más allá de lo que se muestra en televisión y redes sociales: la belleza de sus parajes, su artesanía, gastronomía y demás maravillas. Poco o nada se habla en dichos medios acerca de la otra cara de la moneda. Particularmente preocupante resulta la relación de las mujeres indígenas con su propia comunidad. El grupo indígena, desde la teoría de los sistemas, lleva a cabo operaciones que conculcan los derechos fundamentales de las mujeres de forma por demás categórica. Por ejemplo, esta situación ha sido reconocida por el legislador de manera indirecta: el artículo 420 del Código Nacional de Procedimientos penales establece que en los procedimientos penales en el seno de una comunidad indígena los derechos de las mujeres merecen una protección especializada en cuanto a la extinción de la acción penal. Asimismo, obliga a que si una mujer es parte en un proceso penal indígena se deberá aplicar un enfoque a través de la perspectiva de género. Esta situación refleja que en esos grupos las mujeres requieren de una especial protección debido a los abusos que suelen sufrir por parte de la comunidad.
El tema de los usos y costumbres indígenas resulta especialmente complejo en su relación con el sistema penal y los derechos humanos consagrados en la Constitución y los tratados internacionales. Reconociendo esta situación antagónica la Constitución federal señala en su artículo 2 que los usos y costumbres no podrán ser contrarios a los derechos humanos ni contra la dignidad de la mujer. Como suele suceder en nuestro país este marco legal que es a todas luces plausible y garantista está lejos de tener una aplicación precisa en el ámbito de lo práctico. En otras palabras: las comunidades indígenas y los usos y costumbres erosionan en muchas ocasiones los derechos humanos de las niñas y mujeres.
Los medios de comunicación y las redes sociales han difundido diversos materiales en los que se acredita lo dicho con anterioridad. Por ejemplo, como en el caso de Ana al que hemos hecho referencia en el primer párrafo de estas reflexiones, las mujeres suelen ser empleadas como una “moneda de cambio”, para afianzar vínculos entre comunidades o para sellar pactos totalmente patriarcales. La mujer, entonces, es concebida no como un ser humano pleno, sino como una mercadería que sirve para satisfacer intereses preponderantemente masculinos. En al caso de Ana aparecen una serie de conductas que tipifican delitos tales como violencia familiar, violación y trata. La situación vivida por la adolescente indígena es particularmente grave debido a tres condiciones: ser indígena, la discapacidad y el embarazo. La combinación de estos tres factores más el hecho de ser mujer posicionan a Ana en una situación de altísima vulnerabilidad de cara a sus derechos.
Por si todo lo anterior fuese poco, las autoridades locales y federales parecen no tener un interés real en atacar este fenómeno. Las niñas en diversas zonas indígenas del país siguen siendo explotadas y sometidas a un terrible sufrimiento a pesar de todo un aparto legal que les protege desde el punto de vista teórico. El problema radica en que las leyes y protocolos no son manuales de sociología o Derecho, sino que son instrumentos creados para modificar la experiencia social en el ámbito de la práctica. Las leyes que permanecen como modelos normativos en los libros cerrados no sirven para nada.
En el caso de Ana (mismo que está publicado en el portal de La Silla Rota y que por ello no hacemos mayores referencias directas) es el de muchas mujeres. Si viviéramos en un verdadero Estado de derecho, el gobierno no tendría reparos en intervenir en las comunidades persiguiendo y castigado a los responsables de los delitos en contra de las mujeres. Pero aquí volvemos a lo políticamente correcto/incorrecto. Es casi impensable que un gobierno meta las manos en estos asuntos, además de lo grave que es simplemente imaginar el problema social que implicaría poner orden en los usos y costumbres. Aunque suene increíble, en pleno siglo XXI los derechos humanos de las mujeres en muchos contextos indígenas son permanentemente vulnerados.
Erradicar el machismo de las comunidades indígenas implica una tarea titánica que sin duda llevará décadas. Nunca es tarde para comenzar, pero mientras estos procesos van cuajando a lo largo de los años el sistema penal debe entrar en acción y sancionar con contundencia a los criminales que victimizan a las mujeres indígenas, sean o no, miembros de sus propias comunidades.
*Gilberto Santa Rita Tamés, Doctor en Derecho, Facultad de Derecho. Universidad de Sevilla y Coordinador de la Licenciatura en Derecho en la Universidad Iberoamericana.