El huracán Mitch azotó el sureste mexicano en 1998 y las provincias, especialmente las chiapanecas, quedaron sepultadas por los deslaves, los campos destrozados y las calles inundadas. La respuesta idónea que ofreció el gobierno en turno fue vender un discurso resolutivo: las palmas africanas. Un tipo de planta que absorbe agua en demasía y que como esponja, prometería volver los suelos a su normalidad.
La población fue encomendada con la importante tarea de comenzar a plantar las palmas aceiteras para mejorar sus condiciones y volver todo a la normalidad. A manera de una propaganda política de los años 40, el gobernador Roberto Albores lanzaba discursos indicando que la palma ayudaría a evitar futuras inundaciones y que era necesario que las familias tuvieran una, dos, tres, cuatro, todas las plantas posibles en sus cultivos. La seguridad y precauciones se habían vuelto una responsabilidad de la ciudadanía y no del estado.
Es así como hace 25 años las comunidades tuvieron el primero, de muchos acercamientos, con la enorme palma africana. Para 2007, una oleada de propaganda gubernamental volvió a imperar en los poblados chiapanecos. Esta vez se comenzó a negociar con los dueños de la tierra (hombres), para convencerles de que el monocultivo era un fructífero negocio que les permitiría generar riquezas, pues tratarían de manera directa con grandes compañías aceiteras que pagarían grandes cantidades económicas por la madera y frutos de la palma.
En entrevista para La Cadera de Eva, Lourdes Rodríguez, activista en la Laguna de Términos al suroeste de México y representante legal del movimiento alterno de recuperación de ecosistemas afectados (Marea Azul), explica que hubo una manipulación por parte de las autoridades para fomentar el monocultivo y apropiarse de sus tierras.
“Compraron las tierras de la gente en un principio, los engañaron y hasta la fecha se siguen pactando hasta 5 mil hectáreas de selva. Les dijeron que iban a ser socios de grandes plantaciones y en realidad, fueron vulnerados y desplazados a otros territorios cercanos donde viven en situaciones de extrema pobreza. La palma destruyó a estas comunidades, a los animales, a las plantas y a una selva que fue inmensamente rica para proveer y cobijar a todas las familias”
Palma africana: violencia e inacción de las autoridades
Las plantaciones de palma se erigen por Chiapas, Campeche y Tabasco, como un recordatorio de violencia y del despojo de las tierras perpetradas por el estado mexicano. Las comunidades indígenas han quedado rezagadas; les han quitado su derecho a una soberanía alimentaria, a beber aguas limpias, a poseer tierras fértiles y desde hace un par de décadas asfixian las grandes selvas del pueblo maya lacandón.
En un escenario que raya lo desalentador, es imposible no cuestionar qué acciones se están tomando para cambiar este paradigma y por qué no se están salvaguardando los derechos de estas comunidades y su entorno. La respuesta se lee en la misma oración: son comunidades indígenas que han quedado en el olvido y el rezago de los gobiernos y ante ello, quienes se vuelven bandera de resistencia, son las mismas comunidades que luchan por recuperar lo que les pertenece.
“Son proyectos que vienen desde hace muchos años, han entrado a estas comunidades para talar montes enteros. Es necesario tomar acciones inmediatas, porque a los ejidatarios les conviene que haya vacíos en la ley porque pactan miles de hectáreas de la selva y, por ejemplo, se les entregan 200 mil pesos, originan el desplazamiento de familias enteras y cuando se les cuestiona a las industrias aceiteras se defienden y dicen: “no fuimos nosotros, fueron ellos”, explica la activista y defensora legal Lourdes Rodríguez.
La activista y defensora hace hincapié en que la solución para este gobierno es la implementación de la Guardia Nacional, acto que permea en la calidad de vida de las niñas, mujeres y adolescentes. Además, explica, no poseen los conocimientos relacionados a la defensa del medio ambiente, las especies en peligro de extinción, cómo orientar, proteger y reubicar a la fauna.
Sobre estas acciones relacionadas a la militarización en espacios civiles, la especialista en seguridad Pilar Déziga explica que la Guardia Nacional se nos ha dado como lo único que tiene el gobierno para resolver cosas, pues hemos visto a militares transportando medicamento, libros, en las comunidades indígenas, en las aduanas también, ¿por qué se le suman actividades de carácter civil a un organismo militar?, cuestiona.
“Nosotros vemos ante la CNDH que lo que más se repite son las denuncias por uso excesivo de la fuerza y tratos inhumanos. Esto es un problema grave para las mujeres, personas indígenas, grupos vulnerables que pueden verse particularmente afectados porque los militares no han recibido una capacitación amplia, que integre todo lo que significa no violar un derecho humano, no hacer uso de las fuerza y respetar las diversidades e integridad de las personas”, explica Pilar Déziga en entrevista para Cadera de Eva.
El suelo chiapaneco está erosionado, las palmeras ocupan hasta donde alcance la vista y el órgano de seguridad con mayor número de quejas (1,056) por tratos inhumanos ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) vela por la defensa del medio ambiente y la seguridad de un grupo vulnerable. En un panorama que raya lo sombrío, las mujeres resisten a través del acompañamiento a otras mujeres y la defensa al ecosistema.
“Nosotras, además de ser madres, hijas, esposas, somos defensoras de la vida. La Guardia Nacional ha llegado para quedarse, pero eso no va a impedir que nos organicemos para defender lo nuestro, eso tan preciado que ellos nos quieren arrebatar. Hemos visto que ahora, desde que hay tantos militares en el territorio, hay más asesinatos de mujeres y desapariciones de mujeres jóvenes. Además, ha incrementado el crimen organizado y eso nos preocupa mucho porque contra eso no sabemos nunca si nos pueden detectar y ya no amanecemos vivas”, comparte para WRM una de las integrantes de la Red de Mujeres de la Costa en Rebeldía, un grupo de más de 80 defensoras de territorios en Chiapas.
Mujeres indígenas en la lucha contra el patriarcado, la violencia y la industria aceitera
La relación de las mujeres indígenas con el medio ambiente es íntima. Son recolectoras, encargadas de transportar agua, leña, plantas y hierbas medicinales. Son cuidadoras, sí, pero también defensoras del medio ambiente.
En entrevista con Dulce Espinosa de la Mora, antropóloga e investigadora de problemáticas socioambientales, se explica esta relación entre el medio ambiente, la vulnerabilidad de la contaminación y la violencia económica.
“Las afectaciones -de la industria aceitera- son múltiples, a ellas las margina en el sentido económico, puesto que al hacer la reconversión de las que tradicionalmente sembraban maíz, frijol, calabaza, o sea, toda una despensa para las familias a sembrar únicamente palma, pues se pierde la riqueza de los suelos y cuando los vuelves en monocultivo se pierden todos sus nutrientes. Al usar los químicos que se suelen usar, se combinan y se escurre a los mantos acuíferos y esto afecta sobre todo a las niñas y adolescentes, usualmente, ellas son las encomendadas en estas tareas”, explica la especialista.
De acuerdo a información de EFE, quienes se involucran de una manera más activa en la defensa de territorios y medio ambiente son las mujeres, sin embargo, estos ejercicios de lucha se ven coartados por el machismo en sus comunidades, la violencia y las desapariciones forzadas.
América Latina es la región con el mayor número de ataques contra ambientalistas: 3 de cada 4 ataques ocurren en esta parte del mundo. Los saqueos de empresas internacionales que explotan los recursos y tierras en complicidad con las autoridades son un antecedente. En este caso, Dulce Espinosa de la Mora señala que todas estas circunstancias de vulnerabilidad a la que están sujetas las mujeres, hacen un caldo de cultivo para que se genere una comunidad sorora.
“En un sistema donde se privilegia al hombre (en ese contexto porque recordemos que los grupos indígenas son vulnerados) se demuestra que los movimientos de las mujeres resultan fundamentales para resistir. La compañía de otras mujeres permite que encontremos nuestra voz, porque históricamente, en sus condiciones no se les permitía levantar la voz ni denunciar. Los movimientos como el ecofeminismo deben seguir creciendo y formándose para dar luz a los intereses de los afectados”, explica la antropóloga.
Las mujeres de las comunidades han aprendido nuevos saberes y en colectivo los han transmitido a sus congéneres, explican de qué aguas se puede beber, cómo identificarlas, cómo saber cuando el alimento está contaminado y difunden cómo la llegada de la palma ha destruido su ecosistema. De esta manera, las mujeres indígenas se han colocado en una posición de defensa y resistencia que incentiva a que, de manera paulatina, las familias comiencen a deshacerse de las palmas en sus territorios y vuelvan a plantar sus cultivos de calabaza, maíz o frijol, como se explica en “La Palma Aceitera desde la Palabra de las Mujeres”, escrito por Angélica Schenerock y Claudia Ramos Guillén.
La Red de Mujeres de La Costa en Rebeldía se ha encargado de fortalecer los espacios de las mujeres, mujeres que, desde la resistencia, permiten que las generaciones futuras tengan acceso a tierras prósperas.
“Las mujeres cargan con hacer marchas, bloqueos, comidas, cuidados, concientizan a otras compañeras (…) juntas podemos ver de qué manera seguir adelante, seguir luchando. Escucharnos, abrazarnos y llorar nos ayuda a fortalecer nuestra voz” (Red de Mujeres de La Costa en Rebeldía en entrevista para WRM).