En México a las mujeres las desaparecen. De un día para el otro se pierde el rastro, se cortan las líneas de comunicación, salen de su casa y nunca más vuelven. Las autoridades, al igual que en 9 de cada 10 delitos, no dan respuesta, aunque ejecutan, mecánicamente, el papeleo que termina siendo antesala de la simulación: abren carpetas, emiten fichas de búsqueda y números de expedientes. Sin embargo, el proceso queda trunco a la hora de lo importante; las fiscalías ni investigan, ni indagan, ni resuelven. Por eso, más del 92% de los delitos quedan impunes —según el informe de México Evalúa de 2019—, y como consecuencia de este círculo desvirtuoso, las cifras arrojan que, en 2020, cinco mujeres desaparecieron al día.

La historia de Flor Nínive no escapa a la realidad del país; el sábado 15 de octubre de 2016 llevó a sus hijas a la casa del padre y quedó en pasarlas a buscar el domingo 16. “Haz de cuenta que se desvaneció”, me dice a través de la pantalla Gabriela Hernández Vizcaíno, sobrina de Flor. Ese domingo 16 marcaron una y otra vez al celular, entraron a su departamento y hablaron con los vecinos: nada. Flor desapareció junto con su teléfono celular y una secadora de pelo, sin dejar rastro.

“OTRA VIDA”

“Nosotros siempre tuvimos la esperanza de que ella se había ido a hacer otra vida”,  dice Gabriela. Con ese nosotros evoca a una red entera de afectos; tías, hermanos, amigas, conocidos, vecinas, pero particularmente habla las dos hijas de Flor que hoy tienen veinte y veintidós años.

Pero Flor no se fue a hacer otra vida. Cuatro años más tarde, sus familiares vieron, a través de las noticias, como la credencial de elector y la secadora con la que se fue ese 16 de octubre formaban parte del paisaje macabro con el que la policía se encontró adentro del domicilio de Andrés “N” en la calle Margaritas de Atizapán de Zaragoza. “Un hombre normal, amable”, me dijeron los vecinos cuando recorrí las calles de la colonia para hacer un reportaje especial para ADN40, ¿acaso nos sorprende?

“NO TIENEN CARA DE MALVADOS”

En el extremo contrario de lo que nos han hecho creer, los violentadores de mujeres no son seres extraordinarios con cara de malvados que viven en la periferia de la sociedad y excluidos de las dinámicas sociales. Ellos, al igual que los violadores, los golpeadores y los acosadores, sonríen, platican y conviven. Algunos, incluso, aparentan ser encantadores y cultos —como el otro Andrés (Roemer), que lleva ya más de treinta denuncias por acoso y violación mientras se paseaba por las calles de la Roma y hacía alarde de sus credenciales de intelectual—. Y es precisamente por eso que el espiral violento del patriarcado se vuelve imposible de dinamitar; ser mujer es no saber si el que te está lanzando un piropo en la calle solo piensa que esa es una buena forma de coquetear o pretende arrinconarte en alguna esquina y llevarte a la fuerza. Ser mujer es preguntarte una y otra vez si ese familiar incómodo que te mira con persistencia solo es un ser extraño o está esperando la oportunidad para aprovecharse del círculo de confianza que se ha generado a su alrededor. Ser mujer es dudar una y cien veces en ir a tomar café con el compañero de la oficina por temor a que “malinterprete” la situación. Ser mujer en México es salir de tu casa sin saber si vas a volver.

Andrés, el de Atizapán, era un vecino cordial, decía la gente de la zona. Vendía cosas en el mercado, salía poco y le rentaba un consultorio al doctor del barrio, por lo que no era extraño ver a gente entrar y salir del portón de su casa. Gabriela jamás sabrá si su tía Flor conocía a Andrés o no: “sus hijas me dicen que ella a veces decía ‘voy a ayudar a Andrés’, pero no saben si es la misma persona. Ella se hacía amiga de todos, no se me haría raro que ya lo conociera”.

Antes de despedirnos, Gabriela dice que las autoridades les han informado que tardarán entre uno y dos meses en confirmar si los restos óseos pertenecen a Flor Nínive. Mientras las investigaciones continúan, el registro de pruebas ya cuenta con más de mil 300 restos humanos encontrados, doce teléfonos celulares, veintiocho videocasetes, decenas de objetos de mujeres y una libreta en la que aparecen anotaciones como ésta: “14 de dic. 94. A las 5 de la mañana pasó otra vida. Edad 28 años. Vive Cuautepec”. Como esas, otras anotaciones hablan de pesos, horas y direcciones.

“Estamos asustadas por el tipo de gente que vive en nuestro entorno. A él lo queremos vivo y en la cárcel y sus hijas quieren que le entreguen los restos de su mamá, la quieren con ellas de vuelta”, asegura Gabriela. Ahora, el nombre de Flor Nínive se suma a la de las otras posibles víctimas de Andrés y a las once mujeres que son asesinadas al día en el país.

Ante los oídos sordos de las autoridades, gritar es la única salida.

*Luciana Wainer feminista de corazón, también es periodista del CIDE, colabora en ADN 40, escribe para La Razón y La Cadera de Eva.

@Luliwainer