Por Sofía Valenzuela*

Soy una coleccionista de últimas veces. Desde cosas muy evidentes, como la última comida en el departamento antes de mudarnos, el último viaje antes de tener hijos o la última vez que siento un bebé moverse en mi panza, hasta cosas mucho más efímeras como la última floración de jacarandas viviendo en Guadalajara, la última caminata a la guardería o el último paseo de familia de tres. Me agobian las últimas veces, pero no dejo de buscarlas por todas partes, me obsesionan. Y con todo este recuento de últimas veces, ninguna última vez me había costado tanto como ésta: la última vez que amamanté a mi bebé, a un bebé.

Tal como funciona mi familia, improvisando y resolviendo todo sobre la marcha, así mismo salió la oportunidad de hacer un viaje; las fechas, los costos, los cuidados, todo se acomodó para que mi esposo y yo pudiéramos regresar a Inglaterra y hacer un viaje “de novios” (es una gran mentira que se puede hacer un viaje de pareja como antes de tener hijes, demasiada planeación previa, culpas, preocupaciones, cuidados en la distancia). Lucio, mi segundo hijo, esa misma semana cumplió dos años y la teta ya se volvía un asunto de lucha entre él y yo: él queriéndola demasiado y yo queriendo mi cuerpo de vuelta cada vez más.

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El destete se miraba ya en el horizonte, pero no de forma tan clara. De un momento a otro el fin de la lactancia ya tenía fecha y hora. Desde ese momento, mi obsesivo ser empezó a anotar las últimas veces: último lunes que le doy pecho, última noche que se calma con el pecho, último golpe que lo tranquilizo con pecho, y finalmente, última vez que doy pecho.

“En 10 minutos llega el taxi.” Tomé a mi bebé y me encerré en mi cuarto. Desde que cerré la puerta mis ojos se reventaron en lágrimas. Cerré las cortinas y me senté en la mecedora donde lo amamanté desde que nació, esa que hace un ruidito cuando me mezo hacia atrás, con el que hago el ritmo para su canción de dormir, siguiendo la receta infalible para la siesta: luz cálida tras las cortinas, ruidito de mecedora, el cucuucucu cantando, le hago cosquillitas en su brazo y su leche, mi leche.

Tan pronto empiezo mi fórmula para dormirlo, empieza a poner sus ojos en blanco, empiezo a sentir su cuerpo pesado y su mamar cada vez más lento. A veces me quedo mirando la larga línea de sus ojos cerrados, su piel duraznada, los vellitos de su cara a contraluz, su trompita abierta bien rosita, la perfección de su nariz y sus cachetes. Esas escasas veces que no tengo otra cosa más que hacer, me quedo mirándolo, como una forma de meditación y de felicidad absoluta. Ver dormir al bebé en el pecho propio es una ventana de tiempo, que todas las madres quisiéramos congelar; es el sentimiento más profundo de paz, después todo es caos, llantos y desesperación, pero en esos contados momentos, todo, absolutamente todo tiene sentido.

Esta vez, la receta infalible para la siesta fue diferente. Esta vez mamá lloraba y las lágrimas rodaban por mi cara y por mi pecho. Su última toma de leche fue de agua dulce y también de agua salada. Faltaban unos minutos antes de tomar el taxi al aeropuerto y separarme por primera vez de mis hijos por tanto tiempo. Llegó esta tan temida última vez.

El destete con mi hija mayor sucedió cuando yo tenía 6 meses de embarazo y no me costó nada. Recuerdo perfecto esa última vez, le expliqué que sería la última vez que tomaba de mi leche y ella lo entendió, la separé de mi cuerpo y sonriendo nos abrazamos y terminamos esa tan bella conexión. Pero esta vez era distinto, fue demasiado abrupto el final, además de tener la certeza de que no sucederá de nuevo con otro bebé.

Aunque sé que Lucio no entiende tan bien, se lo intenté explicar. Solo veía su ojito derecho mirarme con un gesto de confusión de verme berrear, su manita haciéndome cariñitos en la cara mientras succionaba vigorosamente, quizá él sí sabía que era su última vez, pues quería quedarse con todo.

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Cuando terminé de explicarle como pude, entre lágrimas y silencios le di las gracias por este gran viaje que hicimos juntos, esta conexión que nos une siempre. Dicen que la flora y los anticuerpos que recibimos en la lactancia se quedan en nuestra microbiota toda la vida.

“Te di lo mejor de mí, hijo, el consuelo en tus llantos, el alimento en tu enfermedad, el acurruque en tus noches, tus lonjitas de recién nacido, tus lágrimas y tu sudor cuando no comías nada más”. Le agradecí también a mi cuerpo por aguantar tanto, tantos jalones, mordidas, mastitis, bolas y perlas de leche, calenturas, deshidrataciones, berrinches, todo. Gracias a este par de pechos que alimentaron a lo que yo más quiero.

Como no puede fallar, fotografié esta última vez, debería de hacer un álbum de todas las últimas veces que tanto me gusta recalcar en la vida. Esta vez no me aguanté el llanto, la foto es de una mujer llorando con un niño prendido en su pecho. Sin mucho entender qué estaba pasando, Lucio se quedó dormido. Lo miré prendido a mi pecho una última vez y lo separé con mi dedo, y como era su costumbre se alteró al buscar enchufarse otra vez, y como era mi costumbre lo dejé. Se quedó ahí un rato más, y mientras me paré y caminé hacia su cuna. Lo mecí un rato más, lo separé de nuevo y volvió a intentar pegarse otra vez, pero esta vez lo abracé fuerte hacia mí. Estaba rendido, me quedé meciéndolo un rato más, hipnotizada por su carita dormida hasta que llegó mi marido, “Ya llegó el taxi”. Me costó demasiado soltarlo, le di un besito en su frente, olí su cuellito, y un besito más en su cachete gordito y lo acosté. Se acomodó de lado como le gustaba, lo tapé con una sabanita y me fui.

Despedirme del ser gestante es tan liberador como devastador

Sí, me fui pesada, con un tabique en la boca del estómago; quería llorar a mares, pero mi hija mayor me tenía que ver tranquila para que ella se quedara bien. De repente sentí el abrazo de mi mamá, era justo eso que necesitaba y no sabía. El abrazo de una mamá siempre es volver a casa. En verdad todo iba a estar bien. La vida está llena de últimas veces y es el peso que les damos lo que nos ayuda a dejarlas pasar.

Es difícil despedirme de la mujer gestante que he sido estos últimos años, mujer camaleón, en estado constante de mamamorfosis. En los últimos casi 6 años este cuerpo que me sostiene ha mutado, ha crecido dos panzas, se ha partido a la mitad, ha cargado un par de pechos grandes, pechos duros, pechos llenos, pechos vacíos, pezones oscuros, claros, agrietados, sensibles, flexibles.

Este cuerpo tiene casi seis años al servicio entero de dos seres humanos, les ha servido de fábrica, casa, nido, grúa, alimento, consuelo, seguridad. Este cuerpo se ha abierto y se ha cerrado, se ha dolido y se ha sanado, ha sangrado y ha cicatrizado. Despedirme del ser gestante es tan liberador como devastador. Encontrarme de nuevo con la libertad es tan emocionante como escalofriante, es reencontrarme conmigo misma, que ya no existe. Es voltear a ver los residuos que quedaron de dar vida, recogerlos y con ellos darme vida ahora a mí. Renacerme una vez más. ¿Cómo podré ser mamá ahora sin poner el cuerpo por medio? Mi cuerpo los seguirá sosteniendo con otros afectos, esos afectos que ya no me atraviesan la piel dejándome vacía a veces, llena en otras. Redefinir el ser casa, con abrazos, como el que me dio mi mamá cuando estaba destrozada, con besos y cosquillitas en el brazo y el cucu al ritmo de la mecedora. Con mi cuerpo mío otra vez.

*Sofía Valenzuela es arquitecta paisajista y coordinadora de la red @mamaurbana.mx