Este artículo se publicó orginalmente en Pikara Magazine

Poco antes de las nueve de la mañana, con el café aún caliente, un mensaje con tono indignado aterrizó en mi WhatsApp: “Lo que necesitamos es que nos gobierne la extrema derecha”.

Así, sin anestesia. Como quien habla del clima o comparte una receta de remedios caseros para la menopausia. Lo escribió una de mis mejores amigas en el chat grupal. Al estar separadas físicamente, la tecnología se ha vuelto nuestra gran aliada para mantenernos cerca.

Esa mañana de abril, Ecuador —o lo que queda de él— daba vueltas como un animal herido en vísperas de elecciones. La frase me dolió. No era cualquier mensaje, era un golpe de realidad. Hice scroll lento hacia atrás, hacia los últimos mensajes donde hablábamos del omega-3 y los suplementos para dormir. “Qué rápido cambiamos el tono”, pensé.

Me prometí a mí misma no hacer pedagogía a distancia. Respiré hondo, escribí, grabé un audio, borré, me autocensuré y me edité. No quería que se notara lo descompuesta que estaba ante el mensaje. Me planteé una estructura de abordaje en tres tiempos: contexto internacional, defensa de los derechos humanos y ejemplos prácticos. Pero en cuestión de segundos una catarata de mensajes invadió el chat. Sentí la rabia viajando a través de la pantalla. Cada palabra venía acompañada de tópicos previsibles: corrupción, drogas, Venezuela, comunismo, ratas.

Percibo cómo la distancia física se vuelve emocional. Qué lejos me sentía de mi amiga: la vi reír, parir, llorar por los abusos machistas de su ex, a quien jamás etiquetó de rata. ¿En qué momento empezamos a hablar como cuentas anónimas de Twitter?

La grieta y el silencio se instalaron. No reconocía a mis amigas. No reconocía a mi país.

La nueva derecha desmantela la democracia sin tanques

Esa noche busqué respuestas en internet. Los primeros resultados me llevaron a descubrir que, en las últimas elecciones ecuatorianas, se estimó que el 74 por ciento de las noticias electorales circulantes fueron falsas. Además más de la mitad de la información consumida por la población estaba descontextualizada.

Ese dato, además de demoledor, encendió las alertas a nivel mundial, aunque hablo de Ecuador, podría ser cualquier país. La irrupción de los ultrafalsos (deepfakes) —fotografías, vídeos o audios falsificados con inteligencia artificial— durante los procesos electorales ha transformado tanto el espacio público como el privado.

El mensaje que recibí aquella mañana no es una anécdota, es un síntoma. La cabeza de mi amiga había sido secuestrada por la información que consumía, y después difundía voluntariamente. Su muro de Facebook, que años atrás celebraba logros familiares, se había convertido en una máquina de esparcir ira, bulos y resentimiento sin presión externa aparente.

Si bien las estrategias de manipulación mediática no son un fenómeno nuevo, su alcance actual es inédito. Lo que ha cambiado es la forma sistemática en que se difunde el contenido, creando cámaras de eco ideológicas donde las personas solo ven la información que refuerza sus creencias.

La consecuencia es devastadora. Día tras día, like tras like, clic a clic: ¿estamos eligiendo con libertad o desde el vértigo emocional impuesto por un algoritmo que decide por nosotras incluso antes de que sepamos qué estamos eligiendo?

La receta del miedo, un libreto que se repite

Mientras leía sobre Ecuador, recordé conversaciones similares con mis amigas en Argentina, Estados Unidos, El Salvador o España. Un discurso común se repite como una especie de mantra para influir en procesos electorales: “Recuperar el país de las garras del comunismo”, “Motosierra, machete o tijera”. La estrategia no es convencer a la gente con propuestas, sino generar ruido. Todo mensaje que conecte con nuestros miedos más profundos es válido hasta extenderse en poco tiempo como una marea tóxica.

Desde la psicología y la sociología política hay una respuesta que no siempre es fácil de digerir: el ser humano no vota con la razón, sino con la emoción, con las heridas no procesadas. Y no es solo que la verdad se haya vuelto líquida, como advierte Zygmunt Bauman, sino que la realidad misma se siente distorsionada. Es como si viviéramos en un Truman Show amañado, donde lo que vemos confirma nuestras creencias y evita que veamos el escenario completo.

Lo que ocurrió con mi grupo de amigas —y con otros miles de personas— no es casualidad. La extrema derecha global ha encontrado en la inteligencia artificial una herramienta perfecta de propaganda y manipulación. Caricaturas, memes, vídeos virales disfrazados de humor normalizan poco a poco la rabia y el miedo. Hoy, los modelos de lenguaje y granjas de bots fabrican relatos emocionales capaces de distorsionar la realidad y moldean nuestras opiniones. Los “presidenciables” ya no se construyen en el territorio: se fabrican en pantallas. Y cuando un grupo confuso no tiene nada en común, nada lo une tanto como inventarse un enemigo compartido.

Esta manipulación no es aleatoria; es un sistema que funciona. Los algoritmos en plataformas se utilizan para modelar y controlar la conciencia pública. Como explica Byung-Chul Han, en la sociedad de la transparencia, ya no importa la verdad: importa quién logra generar más afecto —o más aversión— en menos tiempo. Esta proliferación de noticias falsas, generadas con IA, acelera lo que se ha bautizado como el “dividendo del mentiroso”: cuando todo puede ser falso, ya nada se puede creer.

La motosierra en acción

Daniel Noboa (Movimiento Acción Democrática Nacional), de 37 años, heredero de una de las fortunas bananeras más grandes de Latinoamérica, ha sido elegido presidente de Ecuador en dos ocasiones. Su cuestionada llegada al poder, que muchos podrían definir como un azar del destino, sorprendió a propios y extraños. Nacido en Miami, colecciona títulos y maestrías financieras, también acumula acusaciones por acoso, misoginia, vínculos con el narcotráfico y paraísos fiscales. A pesar de ello, logró ser reelegido con un 56 por ciento de los votos, frente a Luisa González (Revolución Ciudadana).

Al “príncipe bananero” por el que mi amiga celebró no le gustan los controles constitucionales. Muy cercano a Trump y Milei, tiene planes de reformar la Constitución haciéndola a su medida. En sus primeros cien días de gobierno despidió a 5.000 funcionarios públicos, eliminó el Ministerio de la Mujer, hizo desaparecer el de Cultura y Patrimonio, y fusionó Ambiente con Minas para asegurarse de que nadie controlara el saqueo de recursos naturales. Arremetió contra la Corte Constitucional y pasó la motosierra por la educación y la sanidad públicas mientras una docena de recién nacidos moría en hospitales públicos.

Ha declarado un conflicto armado interno, ha desmantelado la soberanía otorgando impunidad plena a militares y policías, y gobierna bajo estados de excepción permanentes. Las denuncias por desapariciones forzadas a manos del ejército se multiplican, y las cifras de homicidios siguen creciendo exponencialmente. Bajo su mando, Ecuador se ha convertido en el país más violento del continente.

A pesar de la gravedad, la cobertura internacional guarda silencio, Ecuador no abre noticieros ni portadas con titulares de “dictadura” o “régimen autoritario” porque no desafía los intereses transnacionales. Esa ausencia equivale a consentimiento político. Cuando un gobierno está “del lado correcto del capital”, se habla de “libertad” porque el poder se legitima por intereses económicos. Se vive un golpe de Estado silencioso que se disfraza de “eficiencia” y “modernización”.

Este nuevo fascismo ya no necesita botas ni uniformes, entra como una notificación, se esconde en tu feed, se nutre de nuestras divisiones y nos anestesia. Si no fuera tan alarmante, todo esto parecería sacado de un thriller distópico: los dueños de las grandes corporaciones tecnológicas hacen negocio con multimillonarios para repartirse los territorios digitales, mientras el mundo observa un genocidio en directo.

Paralelamente, en Ecuador se vive otra forma de violencia: al menos 562 hectáreas de cuatro áreas protegidas de la Amazonía han sido devastadas por la minería. Esta violencia extractiva forma parte de la misma estrategia: expulsar las voces críticas, generar caos y desestabilizar el debate público mientras saquean nuestros territorios.

Estamos ante un nuevo tipo de ataque contra los derechos colectivos donde el capitalismo de datos se convierte en el elixir para leer nuestra mente. El objetivo de este nuevo autoritarismo es que todas pensemos lo mismo sin darnos cuenta, creando una realidad única que alimente la radicalización y el resentimiento.

La política del cuidado como resistencia

Con el tiempo dejé de participar en aquel chat. Me resultaba agotador hacer pedagogía de cariño mientras los algoritmos fracturaban más rápido de lo que yo podía reparar. Quizás sea un gesto pequeño, pero es desde donde puedo empezar: revisar la información que consumo y reconocer que mi realidad también está siendo modelada.

La tecnología —más allá de las campañas electorales— invade nuestra vida, nuestros vínculos, afectos y cuerpos. Si “lo personal es político”, hoy más que nunca lo digital también lo es.

Entonces, ¿qué podemos hacer para recuperar el control de nuestra vida digital frente a la colonización de nuestra psiquis?

Lo fundamental es entender que la tecnología no es neutral. Está diseñada y controlada por personas con intereses políticos y económicos. Vivimos en un juego de espejos que no refleja la realidad, sino una versión distorsionada, por los intereses de quienes programan estas herramientas.

Recuerdo que mi mamá me decía: “De política y religión no se habla”. Pero hoy nos jugamos demasiado como para mirar hacia otro lado. La ignorancia es lucrativa: un electorado desinteresado perpetúa el caos. Nadie nos advierte que todo es política, también lo que decidimos en lo cotidiano: lo que compartimos, a quién seguimos, qué algoritmos alimentamos.

Como señala Emilse Garzón, autora del documental Hackers en democracia, necesitamos dejar de ser víctimas pasivas y convertirnos en usuarias conscientes. Alfabetizarnos digitalmente nos permite comprender cómo operan los algoritmos, las redes sociales y la inteligencia artificial. Implica indagación constante, educación, escucha empática y solidaridad. A través de este conocimiento podemos desmontar las narrativas que nos imponen.

Ser “hacktivistas” por la democracia significa usar los mismos canales para exponer injusticias, transparentar información gubernamental y exigir la regulación de la inteligencia artificial. Promover la soberanía digital es recuperar la ciencia de datos para fines colectivos: comprender las necesidades de la población, diseñar políticas públicas más justas, democratizar el conocimiento y reforzar los cuidados.

Mientras me debato entre el dolor de la distancia con mi amiga y la necesidad de comprensión, sigo buscando formas de hablar con ternura radical. Porque si algo me enseñó esta experiencia es recordar que antes que perfiles digitales somos cuerpos que necesitan cuidado y que la democracia no se defiende solo en las urnas: se defiende cada vez que elegimos la comunidad frente al individualismo.

Porque al final, cuando se apaguen las pantallas, quedamos nosotras: nuestros cuerpos, nuestros afectos, nuestra capacidad de elegir el amor por encima del algoritmo.

Esta es la verdadera trinchera que no se puede hackear.