Crecí entre bardas color rosa, carpetitas de encaje, futbol callejero y fiestas en la calle. En mi barrio, Ecatepec, faltaban muchas cosas: agua potable, pavimento y trabajo digno.
Cuando llegué a la universidad, sentí miedo de que mi forma de hablar, de vestir, de mirar el mundo, me delatara… Yo era de barrio. Y eso, en ciertos espacios, no solo se juzga: se estigmatiza al punto de volverte invisible. Cargaba con la vergüenza impuesta de haber crecido entre carencias, con la sensación de no estar a la altura; de no pertenecer.
Vivir en una colonia popular deja una marca social que estigmatiza…
En México, la barrialidad no solo ha sido asociada con pobreza o inseguridad, también ha sido objeto de desprecio estético y simbólico.
La forma en que vestimos, hablamos y pintamos nuestras casas ha provocado burlas a través de una lógica clasista, racista y profundamente colonial. Lo “naco”, lo “corriente”, son adjetivos que nombran el rechazo a lo popular, aquello que no cabe en los moldes blancos.
Mientras tanto, se idealiza lo “minimalista”, lo “Old Money”. Se enaltecen los tonos beige, los espacios silenciosos, los acentos suaves. Y en ese proceso por blanquearnos, se borra la historia del barrio, sus colores vibrantes, sus formas de existir (y resistir) a contracorriente.
Esta es una forma de violencia que opera en lo cotidiano: desvaloriza las identidades populares, empuja a quienes crecimos en los márgenes a querer despegarnos de ellos para ser “aceptadas” en otros círculos. La barrialidad se convierte así en una carga, cuando debería ser una raíz. El barrio nos marca, pero también nos enseña a resistir.
Ser mujer en un barrio como Ecatepec no solo es una experiencia geográfica, es una vivencia atravesada por múltiples violencias estructurales, desde muy jóvenes entendemos que el Estado no está ahí para cuidarnos.
Pero también es crecer en comunidad, entre vecinas que se cuidan, mujeres que se acompañan para armar redes de cuidado invisibles que sostienen la vida. En el barrio, la sororidad no siempre se nombra, pero se practica en la cotidianidad.
El feminismo que nace en los barrios no cita autoras, ni usa palabras técnicas, pero entiende qué significa vivir sin derechos y exigirlos día a día. Es la lucha de las mujeres que sobreviven al salario mínimo, las que cuidan, trabajan y a veces ni siquiera saben que están resistiendo.
Aunque lo anterior no se nombre es político. Reivindicar el barrio también es reconocer que en él se gesta un feminismo cotidiano, cálido, ruidoso, lleno de dignidad… que no necesita la validación institucional para existir.
Y pese a lo anterior, muchas veces nos enseñan que el éxito consiste en irse. En dejar atrás el barrio, “superarse” y no volver. Pero, ¿por qué “mejorar” significa desconectarnos de nuestras raíces? Cuando aprendemos a mirar al barrio con dignidad, entendemos que no se trata de escapar, sino de transformar.
La barrialidad no debería ser una etapa que se supera, sino un lugar que se habita con orgullo. Irse del barrio no debería ser la única salida para quienes buscan vivir sin precariedad, sin discriminación y el libertad.
Porque también tenemos derecho a quedarnos (si así lo elegimos), a que nuestros barrios sean territorios de derechos, libertad y gozo. Quedarse, cuando es decisión y no la única opción, también es resistencia.
Necesitamos imaginar futuros posibles dentro del barrio.Vale la pena imaginar un barrio donde vivir no sea un privilegio, sino un derecho.
Una puede salir del barrio… pero el barrio nunca saldrá de nosotras.