Podemos entender la hospitalidad como el derecho de toda persona a ser bienvenida en un territorio extranjero sin ser rechazada por su lugar de origen ni ver cuestionada su identidad legal tras cruzar una frontera. Retomar una ética hospitalaria, del cobijo y del refugio, se ha vuelto urgente debido a las graves violaciones a los derechos humanos que plagan la movilidad humana, así como a las crecientes acciones de los Estados y gobernantes xenófobos por frenar, castigar y criminalizar a las personas migrantes. 

Junto con el derecho a migrar y el derecho a permanecer, la hospitalidad exige una atenta reflexión sobre sus alcances y limitaciones. Muchas vidas dependen de frágiles redes de solidaridad transnacional, confirmando que, en contextos migratorios, la hospitalidad no es sólo un acto humanitario, sino también una postura política. También es un debate inagotable del orden de lo cotidiano, ya que se teje día a día el escenario rutinario de la convivencia.

Aquí es donde los cuidados como horizonte de análisis político y ético permiten repensar la hospitalidad para que no desemboque en desencuentros sistemáticos entre miembros de culturas diferentes.

Enunciarse desde la hospitalidad

Como parte de mi trabajo en ADRA México, ayudo a niñas y niños migrantes que atraviesan por México con sus familias a encontrar un lugar en la escuela. Esto conlleva, por un lado, establecer estrategias de acceso a la educación, sorteando posibles barreras administrativas, y, por otro lado, acompañar a quienes recién se inscriben a una escuela primaria o a un centro cultural en su proceso de integración. Para ello, imparto talleres de sensibilidad intercultural y no discriminación a las comunidades escolares de acogida, tanto a estudiantado como al cuerpo docente y administrativo.

Muchas veces, las dificultades para organizar los tiempos familiares, reunir los ya escasos documentos de identidad, contar con el espacio temporal de al menos medio día para navegar la tramitología e interpretar su discrecionalidad, son un obstáculo suficiente para apagar las buenas intenciones. Las presiones que desde el Norte global ciñen la libre movilidad de las familias migrantes ha transformado la idea de contemplar el paso por México como algo transitorio.

Gran parte de mi labor también consiste en acompañar a quienes, desde sus puestos de trabajo, roles administrativos, cargos públicos y experiencias personales, reciben a las muchas personas que se encuentran varadas en México. Son quienes escuchan, acompañan y abrazan a quien lo necesita, aunque muchas veces las fuerzas y las ganas no sean las óptimas. Estar ahí para reconocer su historia, sanar su desesperanza y tramitar su frustración es un trabajo inagotable y, a la vez, agotador.

Un escenario de contrastes y complejidades

En ese sentido, la hospitalidad entraña riesgos. Abrir las puertas en medio de la incertidumbre es exponerse a una realidad compleja y dolorosa, dejarla pasar a tu vida y aprender a convivir con esta herida mal atendida haciendo uso de los pocos recursos que cada quien tenga. La afrenta nos viene delegada por aquellas instancias que operan con negligencia y frialdad, ejecutando políticas deshumanizantes confeccionadas desde las cúpulas de poder.

Las personas migrantes en tránsito enfrentan un doble cerco: al norte, muros y políticas de contención que criminalizan la movilidad. Y al sur, en México, permanecen en los márgenes de la legalidad, la seguridad y la dignidad. Se enfrentan a la intolerancia, los choques culturales y la competencia por recursos escasos, que en muchos casos alcanzan dimensiones violentas.

Niñas, niños y adolescentes experimentan por primera vez la discriminación debido a su origen, interiorizando mensajes que los definen como seres carentes y desprovistos de agencia. Se les asocia con la necesidad absoluta: comida, ropa, dinero, casa, familia y con peligros potenciales. Algunos testimonios reflejan estas dificultades mutuas: “Los centroamericanos son unos mentirosos, unos tramposos”, “los migrantes son pobres, viven en la calle pidiendo limosna”. 

Una resistencia posible

Sostener la hospitalidad en estos contextos exige una mirada crítica sobre las tensiones humanas y las dificultades de convivencia que, si se descuidan, le harán el juego a las narrativas antiinmigrantes. La hospitalidad no implica una apertura ilimitada ni una renuncia a los propios derechos; es una decisión política y ética que puede sostenerse incluso en circunstancias adversas. Requiere una práctica de los cuidados que sea recíproca, sostenible y empática, a la vez que situada en los contextos específicos de cada comunidad. 

En tiempos de fronteras endurecidas y exclusión sistemática, la hospitalidad no es un gesto de benevolencia, sino un compromiso con la dignidad humana. Sostenerla desde los cuidados es un desafío, pero también una posibilidad de resistencia ante la inhumanidad de las políticas migratorias. Significa reconocer que nuestra capacidad de acoger y ser acogidos no depende solo de las condiciones materiales, sino de la disposición a construir vínculos de reciprocidad y justicia.