Hace apenas unas semanas, los titulares económicos celebraban al sol peruano como la moneda más estable de la región, un ejemplo de fortaleza macroeconómica en medio de la turbulencia financiera latinoamericana. Pero mientras esas noticias circulaban en medios internacionales, en las calles del Perú la gente se organizaba para protestar. Y aquí conviene detenerse: organizar una protesta en el país no es una expresión festiva ni un ejercicio democrático de libre expresión. Implica prepararse como ir a la guerra: identificar brigadas de primeros auxilios, preparar recursos legales que puedan evitar una detención arbitraria, planear cómo proteger la cabeza para no morir de un balazo de la Policía Nacional. Esa es la verdadera cara de la democracia peruana: estabilidad económica para el mercado, terror y precarización para el pueblo.
El agotamiento como estrategia
Las movilizaciones de las últimas tres semanas son la expresión más clara del hartazgo popular. No se busca abstracciones ni utopías lejanas: se exigen soluciones inmediatas para sobrevivir. Se reclama el derecho a no ser asesinado, no morir de hambre, ni por la indiferencia estatal, ni por las fuerzas de seguridad, ni por el sicariato. El régimen de Dina Boluarte, sostenido por una red mafiosa de intereses políticos y corporativos, no deja espacio para pensar proyectos de país ni para abrir debates ideológicos. Lo único posible es resistir el presente.
Como señala José Carlos Agüero, la democracia peruana opera bajo una política del desprecio: desprecio hacia los cuerpos indígenas y campesinos asesinados en las protestas, hacia los jóvenes precarizados de barrios populares perseguidos como objetivos a eliminar, hacia la vida cotidiana de quienes apenas sobreviven entre el trabajo informal y la violencia estructural.
Ese estado de supervivencia permanente no es casual: es una estrategia calculada. Mantener a la población atrapada entre el miedo y la necesidad agota el cuerpo y toda forma de organización. Las marchas de 2022 y 2023, que pedían la renuncia de Boluarte, se extinguieron no por falta de convicción, sino porque cada día de protesta significaba un día sin ingresos, un día en el que la familia no comía. Así funciona este proyecto de país: sálvate como puedas, y si puedes.
Quienes hoy ponen el cuerpo en las calles no son los que “pueden darse el lujo” de protestar. Son, más bien, quienes saben que dentro o fuera de la movilización la vida cotidiana ya es insoportable. En barrios populares, en comunidades indígenas, en la economía informal, sobrevivir a la brutalidad estatal es la norma. Para ellos, salir a protestar no es una ruptura, es apenas la continuación de la misma batalla diaria.
Democracias del terror
Lo que ocurre en Perú dialoga con lo que atraviesan otros países de la región. En Ecuador, el estado de excepción se ha vuelto la normalidad política; en Argentina, el gobierno de Milei profundiza el despojo social en nombre del ajuste. Y, aun así, estos países son reconocidos internacionalmente como “democracias”. ¿Qué es, entonces, la democracia en América Latina? Un sistema que se legitima por indicadores económicos y la estabilidad de sus monedas, aunque lo que sostenga ese orden sea el asesinato de campesinos, la persecución a jóvenes precarizados y cuerpos racializados, y la criminalización de la protesta.
Esto no es un retroceso democrático. Es, más bien, el rostro desnudo de un capitalismo que ya no necesita disimular ni justificar su atrocidad. Un sistema que no rinde cuentas, que ni siquiera se preocupa por narrar la verdad, porque sabe que su fuerza está en controlar la vida cotidiana a través del miedo y la precarización. No hemos cambiado de modelo económico: seguimos atrapados en la misma lógica extractiva, privatizadora y excluyente que ahora se vuelve más brutal, más violenta. Ya lo advirtieron distintos pensadores: la vida en este orden cada vez importa menos, salvo en la medida exacta en que pueda producir o consumir. En la geopolítica actual no somos personas: somos consumidores o cuerpos explotables.
Recuperar la esperanza
¿Queda espacio para la esperanza? No en los discursos de los organismos internacionales ni en los grandes medios corporativos que informan según sus intereses económicos. La esperanza tendrá que construirse por fuera de esas narrativas, en la proximidad recuperada entre nosotres, en la capacidad de conectar luchas que buscan ser fragmentadas, en la construcción de comunidad frente a un sistema que insiste en dejarnos aislados.
La esperanza, entonces, no es ingenua, ni decorativa, ni marketing: es un acto político. Es organizar ollas comunes frente al hambre, brigadas médicas frente a la represión, redes de apoyo frente al abandono estatal, colectas solidarias. Es aprender a mirarnos y reconocernos como lo que este sistema niega: personas, sujetas de dignidad y no simples engranajes de consumo y producción.
Y la esperanza tampoco está alejada de la violencia. Nos repiten que toda manifestación debe ser “pacífica” mientras el Estado fortalece sus necropolíticas y los únicos cuerpos racializados que vemos en televisión o en redes son los de jóvenes golpeados, mujeres desaparecidas, trabajadores asesinados. Pretenden deslegitimar la indignación popular exigiéndole docilidad, mientras ellos administran la violencia como regla de gobierno.
La esperanza, entonces, no es un eslogan vacío: es un acto de rebeldía. Es la desobediencia a aceptar este orden como natural. Es la insistencia en seguir levantándonos, en seguir cuidándonos, en seguir resistiendo juntes, aun cuando todo alrededor grite que no hay salida. En ello, y solo en ello, se juega la posibilidad de otro futuro.