¿Qué cosecha un país que siembra cuerpos?

La pregunta me dejó helada. La escuché en voz de una madre buscadora; sin quebrarse, evocó los casi siete años que ha pasado extrañando a su hijo adolescente desde Sonora, donde desapareció, hasta tierras tan lejanas geográfica pero no delictivamente como Guanajuato.

Pocas experiencias me han marcado tanto como aquella tarde que pasé con colectivas buscadoras en una de las clases de la Maestría en Desarrollo Humano, en la Ibero, universidad que con su visión y servicio jesuita ha sido pilar en la construcción de una agenda que visibilice el drama de las personas desaparecidas en nuestro país; desde hace algunos años, especialmente a través del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, más conocido como Centro Prodh.

Ella se llama Verónica y aunque no ha encontrado a su hijo, sí ha ayudado a decenas de familias a encontrar a los suyos. A esos rostros, historias y memorias que forman  parte de las 286 mil 890 personas que contabiliza el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas en México del 1 de enero de 1962 a la fecha. Hasta ahora, han sido localizadas el 61.29% de ellas —92.81% con vida y 7.19% fallecidas— mientras que 97 mil 628 personas continúan desaparecidas y 13 mil 464 sin localizar.

El 2007 fue el año crítico para una tendencia a la alza que muchos analistas relacionan con la tristemente célebre Guerra contra el Narco pero que no ha podido ser revertida desde entonces; casi 86% de las desapariciones registradas han ocurrido a partir de ese momento.

Es importante aclarar la distinción entre ambas categorías para evitar confusiones al leer los datos. El Artículo 4 de Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas define como desaparecida “a la persona cuyo paradero se desconoce y se presuma, a partir de cualquier indicio, que su ausencia se relaciona con la comisión de un delito”, mientras que en el caso de las no localizadas no hay probable delito asociado.

Pero más importante es nombrarlas y asegurar que no caigan en el olvido o la desesperanza que deja buscar, buscar, buscar… y no encontrarles. El único momento en que Verónica hizo una pausa para llorar fue cuando evocó el momento en que llegó a la Fiscalía de Sonora para ratificar la carpeta por la desaparición de su hijo y vio un altero de papeles desordenados. 

“Supe en ese preciso momento que si yo no me encargaba de nombrarlo en cada instancia judicial, en cada terreno baldío y en cada noche asfixiante de cansancio, nadie más lo haría. Lo busco porque no tengo otra forma de procesar el duelo suspendido al que estoy condenada hasta verlo por última vez, sea porque lo encuentro o porque me muero”, me dijo.

Cada 30 de agosto se conmemora el Día Internacional de las Personas Desaparecidas, decretado en 2011 por la Organización de las Naciones Unidas para visibilizar un problema tan antiguo como la humanidad y hacer un llamado global a los gobiernos respecto a su responsabilidad para erradicar este delito. No lo limitemos a esta efeméride ni romanicemos el drama de las buscadoras: encontrar a las y los desaparecidos es tarea de los procuradores de justicia; lo demás se llama desesperación familiar.

Cosechemos desaparición del dolor.