A más de dos horas del centro de Morelia, capital de Michoacán, los campos se encuentran llenos de aguacates. El trabajo de los hombres peones, de los dueños de las tierras y de los cortadores consiguen cosechas prósperas que dejan una derrama económica millonaria dos veces por año. Es aquí, donde las mujeres e hijas trabajan desde la infancia de acuerdo con sus responsabilidades en la familia: cuidar y hacerse cargo del trabajo no remunerado, no sólo en el hogar, sino también, en las cosechas.
Oriunda de Michoacán, el medio mantuvo conversación con Laura, (*nombre ficticio que se utilizará para proteger su identidad) una mujer que creció hace 60 años en este contexto social altamente masculinizado. En remembranza, recordó a sus tías que sembraban zanahoria a las periferias de Tacámbaro, a su hermana que siembra frutos y la manera en que la industria agroalimentaria del aguacate normalmente no tiene una remuneración económica para las mujeres, aunque algunas esposas e hijas trabajen por horas en el cuidado del fruto.
Al preguntarle si las mujeres son dueñas de estas tierras la respuesta es concisa: no, claro, existen casos extraordinarios que los explica de la siguiente manera:
“Bueno sí, hay mujeres viudas que son dueñas de tierras porque se las dejó su esposo o son herencias de la familia. Normalmente, la mujer no se dedica sl aguacate sino a las huertas, ahí cosechan fruta, chile, cilantro (...) lo hacen en pedazos que les destina el marido, lejos del sembradío del aguacate”
Tomate verde, fresas, zarzas, mango, calabaza o cualquier verdura - fruta pequeña se convierte en la principal actividad de muchas mujeres a quienes se les presta un trozo de tierra para desempeñar este trabajo que, se considera, algo propio de la mujer en lo que el marido e hijos mayores se hacen cargo de las finanzas más importantes del oro verde.
La vida de estas familias inicia por la madrugada, alrededor de las tres de la mañana. A esta hora, el hombre recoge a sus trabajadores y peones para iniciar sus jornadas. Junto a ellos, la esposa inicia también su día, algunas acompañan a su marido a las tierras y otras comienzan a preparar los desayunos que muchas veces, se les proporciona a los trabajadores.
“A veces dicen (los trabajadores) que por qué no les das por lo menos un café y un pan porque andan en ayunas, entonces pues toca pararse por la madrugada, poner el agua y prepararles para que no inicien su jornada con la panza vacía. La esposa cuida y acompaña”, explica la entrevistada.
En el mejor de los escenarios, las mujeres venderían sus cosechas en la capital del estado recibiendo el 100% de retribución por su trabajo o bien, se les reconocería por su poder transformador en las familias, sin embargo, esto dista de la realidad de muchas mujeres que están sujetas a estas responsabilidades de trabajo no remunerado por considerarlo parte natural de su rol en el seno de la familia, una feminización de la agricultura imperante en las comunidades rurales; “no, no se les paga porque ahora sí que esa es tu obligación, la obligación de ayudar a tu marido”.
“Las mujeres en el rancho trabajan mucho, lavan, planchan, cuidan de los hijos, asean siempre sus casas y además, se dan el tiempo de ver a las gallinas, a los puercos, a los chivos, de cuidar de la huerta, de sus fresas o tomates, es mucho trabajo. Las esposas e hijas pues están obligadas a ayudar en los trabajos que salgan porque así se les enseña desde niñas”, comparte Laura en entrevista para el medio.
Mujeres y el trabajo no remunerado en el campo: la feminización de la agricultura
El papel histórico de la mujer está relegado al trabajo doméstico y aunque muchas de ellas abonen a la producción agroalimentaria, no reciben una retribución económica por su labor al considerarlo parte de su responsabilidad. El Fondo de Desarrollo de las Naciones Unidas para la Mujer (UNIFEM) señala que las mujeres producen hasta 8 de cada 10 alimentos en los países en vías de desarrollo, sin embargo, este trabajo de cosecha no se considera un trabajo sino un deber, lo que deriva en una explotación de las mujeres, pobreza y marginación.
“Pese a que su labor se ha extendido hacia el cultivo, estas actividades no son consideradas como parte de un trabajo, sino como una mera obligación de las mujeres con sus familias. Aún cuando son ellas quienes cultivan la tierra, su participación en las asambleas ejidales o toma decisión es muy bajo”, señala la UNIFEM.
La estructura familiar en un contexto rural está fuertemente influenciada por el poder patriarcal que normalmente, coloca al jefe de familia en el centro y lo reconoce como el principal dueño de la producción agraria y el territorio ejidal. Entonces, ¿en qué posición permanecen las mujeres y cómo terminaron bajo el yugo del sistema agrario?
La respuesta a esta pregunta la tiene la marxista, filósofa y teórica Silvia Federici que a mediados de los 70 reconoció que el patriarcado, el género, el trabajo y el acceso a la tierra estaban estrechamente relacionados con la explotación de las mujeres. El cuerpo de la mujer se ha entendido como una máquina de producción reproductiva y laboral, lo que convirtió su trabajo en una actividad sin valor y al alcance de todos; un recurso natural que puede ser explotado por todos.
Reducir a las mujeres, renegar de su trabajo no doméstico, excluirlas de la educación, de la toma de decisiones y de ser dueñas de los medios de producción sirve para hacer uso de ellas, explotarlas o pagarles de manera injusta.
“Se forja una división sexual del trabajo, una pobreza feminidad. La apropiación del trabajo femenino por parte de los hombres se instrumenta en un nuevo orden patriarcal y en el régimen capitalista, las mujeres se convirtieron en un bien común ya que su trabajo fue definido como un recurso natural”, señala la autora.
Hablar del trabajo no remunerado en el hogar es apelar a la división sexual del empleo, algo que la investigadora feminista y fundadora de la Red de Investigadoras por la Vida y la Libertad de las Mujeres, Marcela Legarde define como la facultad patriarcal de conferir prestigio a unas actividades por encima de otras según el género de quien las realice, en este caso, al trabajo de las mujeres en la industria agraria.
“La división sexual del trabajo no sólo diferencia las tareas que hacen hombres o mujeres, también confiere o quita prestigio, creando desigualdades en las recompensas económicas”, señala.
Es así que en esta lectura donde se expone que el trabajo de las mujeres en la tierra es altamente explotado por el patriarcado capitalista, surge entonces, la feminización de la agricultura que la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano reconoce como la realización de actividades productivas sin ningún tipo de remuneración; desconocer el trabajo de las madres e hijas campesinas para obtener beneficios de su cuerpo y su mano de obra. Algo que Silvia Federici deja en claro a través de la siguiente frase poderosa.
“El cuerpo de la mujer es la última frontera del capitalismo”.
¿Las mujeres poseen la tierra?
En conversación con Laura, la mujer señaló que existía un fenómeno muy común en la repartición de tierras y es que, en el caso de que la mujer viuda recibiera los terrenos y cultivos de su marido, normalmente, ésta permanecía en una posición pasiva donde no trabajaba de primera mano el aguacate o bien, se detenía toda producción hasta que los hijos alcanzaran la mayoría de edad y pudieran reiniciar la producción. Es decir, aunque la mujer herede las tierras, su retribución económica continuará sujeta al trabajo de los otros; el patrimonio familiar en realidad, pertenece a las manos de hijos, nietos o trabajadores de confianza.
Carmen Diana Deere y Magdalena León señalan en su obra “La brecha de género en la propiedad de la tierra en América Latina”, que los privilegios de la tierra son gozados mayoritariamente por hombres no sólo por la estructura familiar, sino por una violencia sistémica donde las mujeres tienen más dificultades para acceder a un crédito, no existen programas estatales que distribuyan estos espacios en paridad y tienen una seria desventaja al no considerarlas como compradoras importantes cuando muestran interés en adquirir un espacio de cultivo. Estos son los cinco postulados que acotan las autoras para entender esta brecha de género en la propiedad.
- Preferencias masculinas en la herencia
- Privilegios para el hombre en el matrimonio
- Sesgos en la comunidad
- Programas del Estado sin perspectiva de género en cuanto a la distribución equitativa de tierra
- Sesgo de género en el mercado de tierras
Las mujeres se consideran amas de casa a pesar de su contribución a la agricultura familiar, por ende, el trabajo agrícola tiende a ser invisible y es considerado simplemente una ayuda a su esposo o como un función secundaria a la función primaria de ser mujer. Esta invisibilización y la falta de reconocimiento social sirve como mecanismo de exclusión de la mujer a los derechos de la tierra, sostienen Diana Deere y Magdalena León.
Otra lectura importante que se acota en esta obra es la manera en que las mujeres reciben sus tierras en un rango de edad de más de 50 años al momento de quedar en viudez, es decir, que aunque hayan trabajado toda su vida en compañía de su marido la tierra y el cultivo, no tienen acceso a poseer el medio hasta el fallecimiento de su cónyuge. Por el otro lado, el hombre también hereda las tierras pero éste lo hace incluso desde antes de ser mayores de edad, por lo que a la edad de 18 años, ya tienen el privilegio de ser dueños de múltiples hectáreas de cultivo y repetir la estructura social al contraer matrimonio con una mujer sin tierras heredadas porque se entiende que, al casarse, su marido será quien tenga el poder agrario. Ambas personas heredan tierras en circunstancias completamente polarizadas.
Prueba contundente de este pensamiento colectivo y patriarcal se encuentra en la opinión de los ejidales, por ejemplo, el Comisariado de San Andrés Mixquic que señaló en una entrevista en el año 2020 que era responsabilidad de todos criar buenas mujeres a manera de previsión para el futuro pues son ellas las que se vuelven más cariñosas y cuidan mejor de los hombres. En ese sentido, se expone que la crianza de las mujeres en las zonas rurales las prepara para el cuidado, el trabajo no remunerado y el servilismo patriarcal; siempre guardianas de la tierra, trabajadoras y generadoras de capital, pero jamás, dueñas del medio de producción.
La estructura social y la distribución de la tierra necesitan ser repensados, de manera radical, se debe abolir todo tipo de explotación laboral por razones de género. En un mundo cambiante que ha colocado el feminismo en la agenda pública, las mujeres en el sector agrario no pueden quedar fuera del visor ni continuar siendo postergadas por el Estado centralizado. Redistribuir la carga de responsabilidad de las labores de cuidado y trabajo no remunerado puede parecer ambicioso, pero la resistencia inicia en cada mujer que se apropia de la tierra, genera redes de apoyo con otras campesinas, da empleo a otras mujeres, vende el fruto de su trabajo de manera justa y rechaza que su labor siga estando a disposición de un sistema que intenta, violentamente, disponer de sus cuerpos.