En el verano de 2021, yo huía de una relación de maltrato. En un impulso de lucidez, un arranque fugaz de consciencia dentro del permanente estado de confusión en el que vivía, compré un boleto de avión de Madrid a la Ciudad de México y crucé los 10.000 kilómetros que me separan de la ciudad en la que nací con la intuición de que me estaba salvando. En la maleta, prestado por una de mis amigas incondicionales, llevaba El invencible verano de Liliana. Leerlo fue un ejercicio de autoconsciencia, acompañamiento y también de memoria feminista. Liliana abandonó este mundo en CDMX; yo recuperé el sentido de realidad en el mismo lugar.
Ese agosto de 2021, lo pasé completo en casa de mi papá, muy cerca de Atzcapotzalco. No sé si fue más casualidad que otra cosa, pero cuando abrí el libro de Rivera Garza iba en una combi que atraviesa el barrio chintololo, habitando, 31 años más tarde, las mismas calles que Liliana. Casi todas las mañanas agarraba la combi que llega a Aquiles Serdán, y por las noches cuando volvía de deambular por las calles de mi querencia en busca de fuerza, en busca de mí misma, con ese impulso de quien desesperadamente intenta recordar quién es a fuerza de (re)descubrir quién ha sido, agarraba un taxi en Tezozomoc, a tan solo una cuadra del lugar en el que Liliana Rivera Garza fue víctima de feminicidio. En mis manos el libro escrito por su hermana tres décadas más tarde, era como un amuleto, una brújula, un conjuro contra la violencia.
Nunca olvidaré aquél verano en el que (re)aprendí a sacar la voz y nunca olvidaré que en los trayectos del metro a casa de mi papá, atravesando Azcapotzalco, Liliana Rivera Garza me acompañaba.
Cuatro años después, en una sala de teatro de Madrid y rodeada de cuatro amigas mexicanas, me reencontré con Cristina Rivera Garza en la voz de Cecilia Suárez. En su cuerpo, sus manos, sus gestos, sus miradas está el grito de la escritora: ¡justicia! La actriz mexicana es, con uno de los monólogos más apabullantes que he visto en mi vida, una médium que presta su cuerpo para que salga la voz de la escritora. Porque si en el libro sentí que leía constantemente a Liliana, en donde lo ocupa todo; en la adaptación teatral, es Cristina quien abarca el escenario por completo. El dolor de Cristina, la memoria de Cristina, los recuerdos de Cristina, la lucha de Cristina contra un sistema judicial cómplice y por ello también feminicida.
El escenario en el que se cuenta la historia son cajas de cartón. Son las cajas llenas de recuerdos en casa de los padres de Liliana, cajas que contienen la historia de dos hermanas separadas por la violencia machista; pero también son las miles de cajas en las que se guardan los expedientes de las mujeres víctimas de feminicidio en México. Cajas y cajas y cajas en las que se resguarda de mala manera las vidas de miles de Lilianas. Expedientes imposibles de encontrar en kilómetros de papel que separan la impunidad de la justicia.
Sobre esas cajas, Cecilia Suárez es durante una hora y quince minutos, todas y cada una de las mujeres, activistas, y familiares, que en México luchan por justicia. “Hace 35 años no teníamos un lenguaje para nombrarlo”, dice casi al inicio de la puesta en escena. Hoy, hemos logrado entre muchas construir ese lenguaje que nombra las violencias. Los feminismos han ido elaborando un campo semántico común para entender y, como dice Emanuela Borzzachiello, atender la violencia.
No sabemos si Liliana estaría viva hoy si en 1990 hubiésemos tenido las palabras para nombrar el maltrato, el miedo y el abuso; pero lo que sí sabemos, es que nuestro salvavidas está en no sentirnos solas, en sabernos juntas. En la plena confianza de que nuestras amigas nos dirán alto y claro que, de la violencia salimos todas juntas. Con la misma claridad que Cecilia Suárez grita libertad en el escenario o Cristina Rivera Garza busca a su hermana en el agua.

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