“Estamos constantemente transformando el dolor en posibilidad de conocimiento a través del cuidado”.*
Hace unos meses, cerca de la medianoche, estaba esperando un taxi para ir del metro a mi casa. En la fila, había una chica atrás de mí. Al subirme al taxi, volteé para cerrar la puerta y esa chica me dijo: "con cuidado. Que llegues y llegues bien”.
Días después, en mi paso por el metro, vi como dos señoras se regresaron para ayudar a una mujer que venía con sus hijxs y una carriola en las escaleras. A su vez, un policía gritaba por el megáfono: “carteras, mochilas y celulares por delante. Cuide sus cosas”, dando a entender que te pueden robar o te puede pasar algo malo si tú no te cuidas, porque nadie más lo hará. Ni siquiera la policía.
Todo eso lo vi(ví) en cuestión de segundos, por que como todxs en esta ciudad, iba corriendo y con prisa, aunque no recuerdo si era una prisa genuina o por costumbre.
Después entré a Twitter y mi timeline se componía de poemas, chistes, el genocidio palestino, fichas de búsqueda y alguna noticia. El metro llevaba varios minutos detenido, a lo que alguien en el vagón dijo: “seguramente ya se aventó alguien a las vías, vamos tardísimo”.
Esta fue la narración de un día normal para muchxs de nosotrxs, tan normal que corremos el riesgo de no conmovernos, de leerlo y no encontrar extrañezas, de ser indiferentes.
Ante esto, me encuentro bajo el cuestionamiento constante de cómo (re)habitar un mundo lleno de violencia, injusticia y dolor. Uno que nos orilla a vivir de prisa, perdiendo no menos de dos horas diarias en el transporte público; uno que a veces no nos deja tiempo para comer, llorar o sentir, entonces usamos esos traslados o el espacio público para hacerlo; que no escucha nuestra tristeza o rabia, que necesita patologizarnos para darnos voz, porque de lo contrario no es válido lo que sentimos; uno que nos obliga a afrontar y vivir en soledad.
La respuesta siempre es la misma: cuidándo(nos).
Llevo mucho tiempo (re)pensando en qué implica cuidar. Sobre sus concepciones teóricas, en si se cuida desde el inicio de la humanidad o no, en cómo debe retribuirse, en cómo deben construirse las políticas públicas para “cuidar mejor”. Y dentro de esas reflexiones, entendí que no sólo se cuida para “sostener la vida”, también es para detener la muerte.
Cuidar es resistir porque es una contrapostura frente al mundo que habitamos. El mundo al que sobrevivimos día a día, se construye en la constante indiferencia ante el “dejar vivir y hacer morir” —como Foucault y Mbembe plantearon— y nosotrxs estamos en el limbo entre ser víctimas y victimarios.
Somos testigos instantáneos de la segregación, exclusión e invisibilización, de todo aquello que no se le considera digno, y simultáneamente, estamos en la constante lucha de no ser un número más en las estadísticas de hambruna, pobreza o muerte.
Aunado a esto, a través de la capitalización y mercantilización del cuidado, se replican políticas de descuido para responsabilizarnos de las vidas. El hiperindividualismo y la necesidad de producción nos ha dejado como responsables de la muerte y precariedad del otrx, orillándonos a reproducir conductas discriminatorias, decidiendo quién merece ser cuidado o quién es más costoso de cuidar.
Sabernos testigos y partícipes de la violencia también cansa y duele. La impotencia del no poder hacer nada, de sentir inutilidad ante la guerra y la muerte, frustra y se llora.
Pensamos a los cuidados como un sinónimo del trabajo doméstico y reproductivo no remunerado, pero ¿qué pasa con lo que sentimos?, ¿en dónde quedan nuestros malestares producidos por nuestras condiciones de vida?, ¿qué lugar tienen nuestros sentires y dolores por un mundo violento?
No sólo se trata de pensar al cuidado desde la colectividad, también de reconocer que la vulnerabilidad abarca el espectro emocional. Y en ese sentido, que cuidar también es abrazar y acompañar. ( Natalia Xicohténcatl )
Pensar al cuidado sólo como una obligación —estatal y femenina— y no como un acto de acuerpamiento, sanación y empatía, es negar el involucramiento del afecto en la procuración de vidas y negar que la amistad, el cariño, el gesto y el amor no tienen cabida ni potencia política en la transformación e imaginación de otros mundos.
La reconstrucción del mundo es posible, priorizando los afectos y la escucha. Politizando nuestro malestar gritando e incomodando, nombrando las violencias y lo que nos provocan. Organizándonos para cuidar en algo tan simple como regresar unos metros a mover una carriola. Reconocernos en el otrx desde la empatía y la sensibilidad.
Cuidándonos desde la distancia, como decirle a una desconocida en la fila del taxi que deseas que esa noche regrese a su casa. Sentir lo ajeno como nuestro, lamentando la pérdida de una vida en el metro, por que una vida se perdió y no por que será la causa de tu retraso en el traslado. Hacernos saber que no estamos solxs y tenemos la posibilidad de construir una comunidad emocional desde la comunicación de experiencias, dolores y duelos.
Tenemos la capacidad de imaginar y transformar nuestras vidas en conjunto, de no dejar que el inevitable sentimiento de desolación y desesperanza que el mundo nos impregna, nos domine. Los abrazos, el acompañamiento y el permitirnos sentir también son parte del cuidado que no se nombra. Que el cuidado también resida en saber que nadie tiene por qué llorar o gritar en soledad, que está bien estar mal, que podemos darnos la mano y danzar o simplemente respirar, pero juntxs.
Cuidarnos el corazón, las lágrimas y las risas, —en un mundo que nos duele— es igual de importante que cuidarnos de no tocar el fuego, de darnos calor ante el frío, de procurar comer bien o de darnos la mano al cruzar la calle.
*Fragmento del verbo “cuidar” como introducción al capítulo de Emanuela Borzacchiello “Una carta de amor en medio de la violencia” en el libro Ya no somos las mismas. Y aquí sigue la guerra, editado por Daniela Rea.