Hay sueldos que no duran. No porque se malgasten, sino porque se disuelven en lo cotidiano: la leche, el gas, los útiles escolares, el transporte. Son sueldos que no acumulan, que apenas sostienen. En muchos hogares mexicanos, son los de las mujeres.
Durante años se ha repetido que las mujeres ganan menos. Se archiva el dato: en México la brecha salarial ronda el 14%. Una cifra que parece moderada… hasta que se mira la vida real. Porque la desigualdad no se mide solo en pesos por hora, sino en qué se puede hacer con ese ingreso. El problema no es solo ganar menos, es no poder transformar ese dinero en seguridad, libertad o futuro.
Mientras los hombres destinan una mayor proporción de su ingreso al ahorro o la inversión, las mujeres cubren necesidades básicas del hogar. Según ONU Mujeres, más del 75% del ingreso de las mexicanas se va a alimentación, transporte, educación y salud familiar. Lo suyo se convierte en bienestar inmediato. Lo de ellos, con más frecuencia, en patrimonio. Esa es la brecha silenciosa: el dinero de los hombres circula en el sistema; el de las mujeres sostiene la casa.
Y cuando el salario de una mujer falta, el efecto se multiplica. Para muchas familias, no es solo perder un ingreso: es cancelar una consulta médica, atrasar la renta, sacar a un hijo de la guardería. En México, el 40% de los hogares tiene a una mujer como principal o única proveedora. Su salario es el estabilizador invisible de la economía familiar. No sobra, pero sostiene. Y sostener no deja margen.
Aquí se abre otra grieta: sin margen no hay ahorro; sin ahorro no hay crédito; sin crédito no hay patrimonio. En México, solo el 36% de las mujeres tiene una cuenta de ahorro formal y apenas el 21% accede a crédito bancario.
Los bancos confían en historiales estables, en sueldos que permiten guardar algo. Pero si cada peso se va en sobrevivir, ¿qué historial queda? ¿Qué futuro se puede financiar?
La desigualdad también se acumula en el tiempo. Una mujer gana menos, interrumpe su carrera por cuidados no remunerados, cotiza menos semanas al sistema de pensiones y vive más años que los hombres. Resultado: en la vejez, recibe 30% menos pensión en promedio. La brecha salarial de hoy es la pobreza de mañana.
El sistema financiero y laboral está diseñado bajo la ficción de que todos los trabajadores viven las mismas condiciones. No contempla que las mujeres realizan el 75% del trabajo doméstico y de cuidados no pagado. Ese trabajo produce valor económico, pero no aparece en cuentas bancarias. Construye bienestar social, pero no genera derechos. Sostiene al país, pero no genera patrimonio.
Nos atrevemos a hablar de “falta de cultura de ahorro”, cuando lo que falta es ingreso disponible. Nos sorprende que las mujeres tengan menos historial crediticio, cuando su dinero nunca tuvo espacio para crecer. No es mala administración: es una economía domesticada que vive al día porque así fue diseñada.
Cerrar la brecha salarial no es solo corregir una cifra: es entender cómo se distribuye el dinero dentro del hogar. Es preguntarnos por qué el ingreso de las mujeres se destina al presente, mientras el de los hombres se proyecta al futuro. Es reconocer que el problema no es individual, sino estructural: la economía está montada sobre el trabajo invisible de las mujeres.
¿Qué implicaría cerrar de verdad la brecha? Políticas de corresponsabilidad de cuidados. Créditos y productos financieros diseñados para ingresos variables. Sistemas de pensiones que reconozcan años de cuidado. Incentivos reales para que el dinero de las mujeres también pueda acumularse, invertirse, construir.
Porque la brecha no se reduce con discursos motivacionales ni con “emprendimiento femenino” sin condiciones. Se reduce cuando el sistema deja de premiar la estabilidad masculina y penalizar la carga femenina.
La desigualdad se puede ver en un recibo de nómina, pero se agranda en la vida. En la mujer que sostiene la casa sin dejar rastro en las cuentas. En la familia que no pudo ahorrar. En la vejez de quien cuidó a todos, pero nadie cuidó de ella.
Cerrar la brecha salarial no es corregir una estadística. Es reconocer quién ha mantenido encendido el hogar y cuánto le cuesta seguir sosteniéndolo. Es dejar de exigirle a las mujeres que hagan milagros con su salario… y empezar a construir un sistema que no necesite milagros para ser justo.