En un mundo convulso como en el que nos encontramos, colocar el cuidado al centro de la vida pareciese una utopía. Si bien este tema ha ganado terreno en cada vez más espacios, específicamente en el ámbito de las relaciones internacionales, el patriarcado como el capitalismo, en tanto sistemas de dominación y opresión, continúan fortaleciéndose, mostrando su poder generador de desigualdades y también su indiferencia por el cuidado de la vida.
Un claro ejemplo de ello es el hecho de que la crisis humanitaria que enfrenta la población palestina atrapada en la Frontera de Gaza se ha recrudecido en proporciones inimaginables desde que, en marzo de este año, el gobierno del Estado de Israel decidió bloquear la ayuda humanitaria que distribuyen la Cruz Roja y Media Luna Roja en el Territorio Palestino Ocupado. Ante esta situación, surge una interrogante: ¿cómo cuidar y sostener la vida en estas condiciones?
De acuerdo con la Cruz Roja Británica (22 de mayo de 2025), la decisión del gobierno de Israel de restringir el paso de ayuda colocó a casi medio millón de seres humanos (el 22% de la población total de Palestina) en riesgo de hambruna. Además, los ataques del ejército israelí han inhabilitado el 70% de la red de distribución de agua potable, lo que ha elevado exponencialmente la aparición de enfermedades infectocontagiosas que no pueden ser atendidas en un sistema de salud colapsado.
El 90% de la población de la Franja de Gaza ha sido desplazada y se encuentra hacinada en campamentos de refugiados en los que la ayuda es cada vez más escasa. Los últimos 14 meses han muerto casi 54 mil personas, en su mayoría niñas y niños y mujeres. En las últimas semanas, la Organización de Naciones Unidas alertó sobre la posibilidad de que al menos 14 mil niñas y niños palestinos menores de dos años mueran de hambre por falta de alimento.
El genocidio que vive el pueblo palestino es la clara muestra del fracaso del sistema-mundo que no es capaz de garantizar la alimentación, el acceso al agua, a la vivienda, a los servicios de salud y, no sólo eso, un sistema que sea capaz de mirar cómo generaciones de infancias pierden la posibilidad de conocer el bienestar e incluso de vivir, de habitar el mundo.
Frente a esta realidad resulta indispensable mirar, desde una perspectiva crítica y feminista, las formas en las que se han construido las bases y se conducen tanto la política como el derecho internacional. Las relaciones internacionales están cimentadas en una visión patriarcal “que describe una percepción parcial e incompleta de la política internacional” (Villaroel, 2007, p. 74) y que, además, se asume como universal.
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el análisis, las prácticas y la construcción de acuerdos internacionales han partido de las nociones de poder, amenaza, guerra y disuasión propuestas desde el realismo político de Hans Morguenthau.
Esta perspectiva ha sido retomada para dar sentido al papel de los organismos internacionales, para producir un derecho internacional excluyente e invisibilizador de las minorías, para dar sustento al discurso hegemónico del Norte Global y también, para legitimar el sometimiento de la mayoría de los Estados a unos cuantos otros. Desde el realismo político, la sostenibilidad de la vida; es decir, la capacidad del sistema de perdurar sin comprometer las posibilidades de bienestar de las generaciones futuras, simplemente se ha olvidado.
En 1988, Tickner, desde el feminismo, criticó al realismo político retomando la noción de poder de Hannah Arendt que lo concibe como “la capacidad humana de actuar en conjunto o como una acción que se lleva a cabo con otras personas que comparten preocupaciones similares”.
A partir de su propuesta, teóricas feministas de las relaciones internacionales propusieron nuevas miradas sobre distintos conceptos, entre ellos la seguridad internacional, poniendo énfasis en su multidimensionalidad, la necesidad de disminuir todas las formas de violencia, la priorización de la seguridad de las mujeres y de los sectores invisibles; la comprensión de que su origen está en la seguridad de las personas y la comunidad y después, en el Estado (Lozano, 2012, p. 149).
En el 2019, Aggestam, Bergman-Rosamond y Kronsell, sugirieron la incorporación de una ética del cuidado que permita cuestionar los discursos en torno a la política internacional, a la política exterior y a la seguridad internacional, como columna vertebral de la teoría de las Relaciones Internacionales.
Esto garantizaría un análisis de género que pueda sentar las bases de justicia e igualdad globales. Las teóricas feministas de las Relaciones Internacionales han retomado el concepto de cuidado de Fisher y Tronto (1990): “todo lo que hacemos para mantener, continuar y reparar nuestro mundo, de modo que podamos vivir en él lo mejor posible”.
Desde este marco de referencia sería posible contrarrestar las miradas parciales y avanzar hacia aquellas que retoman la interseccionalidad, que reconozcan la diversidad, que se centran en las personas, en las comunidades, en las luchas históricas de los movimientos campesinos, obreros, feministas, ambientalistas, LGTB+, indígena, afrodescendiente, etc.
La ética del cuidado en las Relaciones Internacionales podría contribuir a la construcción de un mundo alternativo, en el que lo personal sea político, lo local es al mismo tiempo global y lo comunitario es la base epistemológica de la cooperación.
El cuidado al centro en las Relaciones Internacionales implica la posibilidad de reparar el mundo, de reconocer la relación interdependiente entre el ser humano y la naturaleza y promover una nueva forma de relación en la que el sistema no promueva la gestión de la muerte como mecanismo de control y poder.
El sostenimiento de la vida no puede seguir siendo una utopía para poblaciones como la palestina, debería ser el fin último de la comunidad internacional.