Diciembre llega cada año cargado de promesas. Navidad, Año Nuevo, Reyes, vacaciones. El calendario se abre como una invitación al reencuentro, al descanso, a la mesa compartida. Un tiempo fuera de la rutina productiva para reconectar con quienes amamos, preparar comida, intercambiar regalos, decorar la casa, conversar sin prisa y consentirnos mutuamente… ¿O no?

Porque junto con esa promesa aparecen también otras presiones, otros deseos cuidadosamente fabricados lejos de la mesa familiar y muy cerca de los escritorios de empresas transnacionales. Comprar y gastar simula una prueba de afecto que se despliega bajo una sobreoferta de productos, marcas y experiencias que colonizan el significado mismo de la celebración. Aludo a la comodificación de los afectos como esa fetichización del vínculo que torna nuestra conexión emocional en un bien de consumo.

Aquí acontece una profunda transformación: la infiltración del mercado en la construcción del lazo social. Las fiestas decembrinas se han convertido en escaparate del capitalismo que no solo organiza lo que compramos, sino también lo que deseamos, nuestras expectativas y la manera en que medimos el afecto.

El mercado aprende rápidamente a llenar la soledad en medio de la multitud, a ofrecer mercancías como sustituto de la presencia y del cuidado.

Construcción intensiva del afecto

En este contexto, se intensifica el trabajo de construir relaciones sociales a través de comprar regalos, administrar emociones, acondicionar espacios socioafectivos y provisionar las condiciones para la convivencia. Este trabajo de sostener el parentesco se encarece tanto en términos simbólicos como materiales, con más gastos, más deudas, más presión por cumplir con el espíritu festivo decembrino.

La socióloga Sharon Hays* planteó en 1996 el fenómeno de la maternidad intensiva, un ideal cultural que exige a las madres una inversión desmedida de tiempo, dinero y energía emocional en nombre del bienestar de hijas e hijos. Diciembre opera como un amplificador de esta lógica.

Los regalos anhelados, las celebraciones suntuosas y las experiencias memorables se presentan como pruebas visibles de una buena crianza y por extensión, de una familia amorosa. El afecto se traduce en consumo; el "buen" cuidado en gasto. Y detrás de esa exigencia se oculta la producción de sujetos competitivos y bien entrenados para el futuro mercado laboral.

Nada de esto ocurre por accidente. El neoliberalismo no solo reorganiza economías: reorganiza subjetividades. Se filtra en nuestra capacidad de disfrutar, de descansar, de soñar. Nos vende la ilusión de la libertad mientras limita el deseo a aquello que se puede adquirir. Amazon promete rapidez y eficiencia ante la demanda afectiva; Coppel le da solvencia a Santa Claus y a los Reyes Magos vía crédito; Coca-Cola vende felicidad embotellada. Estos patrocinadores están siempre listos para recordarnos cuál es el lenguaje legítimo de la celebración.

Financiarización de la felicidad

En este escenario, la deuda se normaliza como forma de participación en los festejos y como mecanismo de sometimiento al sistema de acumulación. La pregunta ya no es si nos endeudamos, sino cuánto y por cuánto tiempo. La famosa “cuesta de enero” se asume como un ritual socialmente aceptado; sabemos que viene, la nombramos, la padecemos, pero rara vez la cuestionamos como parte de un orden que necesita que gastemos hoy lo que trabajaremos mañana.

Según un estudio de Kantar, en México los principales usos del aguinaldo son regalos, ropa, fiestas y pago de deudas. El 31% de las personas recurre a tarjetas de crédito para cubrir los gastos decembrinos. El problema estriba en que el mercado dicta las condiciones del vínculo, convierte el afecto en mercancía y vuelve la celebración una obligación productiva más y no una elección compartida. El endeudamiento, más que un problema económico, es un asunto profundamente relacional y cultural.

Tal vez valga la pena preguntarnos qué pasaría si desaceleramos el consumismo. Si recuperamos la posibilidad de celebrar sin querer demostrar, de procurarnos sin comprar, de encontrarnos sin endeudarnos. ¿Qué vínculos estamos reproduciendo cuando confundimos presencia con consumo? ¿Qué afectos quedan fuera cuando el mercado define quién puede celebrar y cómo?

Repolitizar las fiestas no significa cancelarlas, sino reapropiarnos de su sentido. Sacarlas, al menos un poco, de la lógica de la rentabilidad. Recordar que lo que sostiene la vida —el cuidado, el tiempo, el afecto— no debería comprarse a meses sin intereses.

*Referencias

Hays, Sharon (1996). The cultural contradictions of motherhood. Yale University Press.

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