Desde niña, una parte de mí, escondida y esparcida por mi cuerpo, ha tenido la creencia férrea de que si encontrara la manera podría echarme a volar. Así, tal cual, como los pájaros que guardan en sus cuerpecitos los secretos y las sabidurías para poder hacerlo, esa parte mía calculaba que, si ubicara el impulso correcto, también yo podría emprender el vuelo.
Mi mamá me confirmó que yo tenía esta convicción casi venida al mundo, por demás infundada, pero en la que yo confiaba absolutamente. En una de nuestras tantas sentadas para tomar café y pancito juntas, ella me contó que, de chiquitita, con apenas un año de vida y después de haberme enseñado a caminar, le señalé con las manos las aves que atravesaban el cielo y le dije con las pocas palabras que me sabía que ahora me enseñara también a volar. No sé que me habrá respondido ella. Pero al escuchar esta historia, recordé que yo guardé en mí, por años y en silencio, ese propósito no logrado.
Porque aún en mi época de la secundaria, cuando en la clase de computación me tocaba siempre sentarme frente a una ventanita que daba al cielo, yo sentía un impulso que me decía: “yo podría elevarme, si encontrara la ligereza afortunada, yo podría elevarme”.
Con el paso del tiempo me percaté de que el vuelo que buscaba y del que me creía capaz era de otro tipo. Se fue dibujando en mi mente y en mi cuerpo que el impulso de flotar era más bien el deseo de “cortar con algo” de raíz. Para siempre y de forma contundente. Algo que me aprisionaba con fuerza como ser terrestre que era, y que me hacía vivir mi cualidad ontológica como una ligadura que no me dejaba ser ni estar a mi manera. Algo cuya fuerza, además, era tan presente como confusa, muy difícil de descifrar. Unas cadenas que me amarraban desde dentro, tal vez en el lugar justo donde se anidan y pesan las “lealtades más antiguas con las que cargamos”, como dice la filósofa Anne Dufourmantelle.
Fue entonces cuando advertí que esa capacidad de vuelo que sentía posible en mí me conectaba con lo que esta pensadora llama el “riesgo de ser libres”, palabras suyas que he recuperado como parte del título de este escrito. Un riesgo, ella indica, no como un acto heroico o amenazante, sino como una experiencia de transformación. En este caso, con el nombre o sabor de la posibilidad de habitar una libertad que nos convoca. "¿A qué?", pregunta Anne Dufourmantelle. No es totalmente claro, nos dice también ella, pero nos da cuenta de la libertad como un llamado a iniciar "un movimiento de desencadenamiento, (...) una toma de conciencia de nuestras trabas, de lo que nos retiene (...) y, lo que es más, bajo nuestro consentimiento”.
La definición de libertad de esta autora, junto con mis impulsos antaños por querer volar, me hicieron encontrar sentido en cómo Sara Ahmed nos enseña que las relaciones de poder y de dominación nos tocan y afectan todos los días, desde que hemos nacido. (Angélica Dávila Landa)
Y cómo, desde esos contactos, se vuelven parte de nuestro cuerpo y emociones para operar desde allí: desde nuestros adentros. Quizá, resguardando internamente esas “lealtades más antiguas”, cortando de facto nuestra libertad, pero al mismo tiempo, recordándola y reviviéndola con esos impulsos de vuelo.
Por eso, para mi propia vida, me ha resultado tan potente la consideración de Sara Ahmed del feminismo como una política afectiva que nos devela relaciones de poder y de injusticia. Y que al mismo tiempo se constituye, como ella dice, “como una respuesta emocional al ‘mundo’, en la cual la forma de la respuesta implica una reorientacio´n de nuestra relacio´n corporal con las normas sociales”. Así, ella me ha enseñado que el feminismo puede ser una forma de sentir, de sentirnos, que todos los días podría hacerme retomar esos deseos de vuelo de la infancia y volverlos operativos de otras maneras.
Y es que sí, ya de adulta, yo sigo creyendo fervientemente en esa capacidad mía de volar. Pero ahora, entre muchos otros caminos, también informada en los feminismos como políticas afectivas que me permiten sentir y tomar ese “riesgo de ser libre”. Un llamado vivido y sentido desde mi propia encarnación y memoria.
Es decir, como las aves, también desde mí misma, de mis propias historias, secretos y sabidurías. Feminismos diversos que me invocan, y que nos pueden a muchas otras invitar, a remover las trabas encarnadas. A recordar con fuerza que en ello y a pesar de ello, siempre ha seguido viva nuestra agencia, nuestro poder, nuestra libertad. Nuestra capacidad de sentir y alzar el vuelo a la manera única y propia en la que los seres de la tierra sabemos y podemos hacerlo.
*Referencias:
Ahmed, Sara. (2015). Política cultural de las emociones. México: Universidad Nacional Autónoma de México / Programa Universitario de Estudios de Género.
Dufourmantelle, Anne. (2015). Elogio del riesgo. México: Paradiso.