(Disertaciones sobre La fosa de agua de Lydiette Carrión)

Cuando el poeta Juan Gelman se refirió a la desaparición de su hijo y nuera

a manos de la dictadura argentina, y a la posterior búsqueda de su nieta…

decía con insistencia que para los atenienses el antónimo del olvido no era la memoria,

sino la verdad. Se refería a una verdad simple, no retórica.

En este caso la verdad sería quiénes son las desaparecidas,

quiénes se las llevaron, qué les hicieron y dónde están (Lydiette Carrión)

En el 2023 —cinco años después de su primera edición— salió la segunda edición de La fosa de agua, uno de los libros que más me ha removido, un libro que una agradece pero desea que no fuera necesario. Me regreso en el tiempo y recuerdo que el día que Lydiette me entregó el libro en el año 2018, platicamos brevemente, yo tenía la encomienda de presentar el libro en la extinta Gozadera y me disponía a escribir el texto de presentación, al despedirnos me dijo: "Siento que ando cargando muchos fantasmas". 

Yo subí a casa y me puse a leer de inmediato, empecé a las 11 de a la mañana; a las 8 de la noche de ese mismo día ya lo había terminado y se repetía en mí esa frase: "Siento que ando cargando muchos fantasmas". Tenía ganas de salir corriendo de la casa a abrazar a Lydiette, a darle las gracias, a decirle “lo siento”, a cargar junto con ella esos fantasmas. Y es que apenas cerré la contraportada del libro supe que sí, que anda cargando muchos fantasmas, y eso — tan agotador— es un acto de amor, es una lucha en activo por buscar la verdad de la que habla Gelman, la verdad que es el real antónimo del olvido. 

Este libro carga a Bianca, a Yenifer, a Diana, a Andrea, a Mariana Elizabeth, a Luz del Carmen, a Luz María. Las carga para arroparlas, para que sean más que “piecitos, bracitos, huesitos”, las carga para ponerlas en nuestros brazos, las ayuda a no seguir desapareciendo, las pone frente a nuestros ojos como las adolescentes que son: emoticones, uso excesivo de vocales, sueños de volar (literalmente), selfies, bailes, amistades que son siempre a esa edad una familia elegida.

Pero el libro (y Lydiette también) cargan otros fantasmas: los laberintos burocráticos, los vacíos legales, las incompetencias forenses, la desidia policial, los hechos que ponen al descubierto que no hay una línea que divida al crimen organizado de las autoridades policiales... Los hechos que ponen al descubierto el tamaño del monstruo que enfrentamos. 

Estamos frente a la desesperación de saber que por lo menos a una podrían haberla encontrado viva si esa terrible maquinaria disfuncional (quién sabe si a propósito) hubiese sido funcional. Las denuncias de las madres tienen como primera respuesta: “Ya volverá, se fue con el novio” o “Ya para qué la busca, si ya ha de estar muerta”, como si saber dónde están, como si conocer las circunstancias de su desaparición no fuese importante. Quieren hacernos creer que no hay que buscarlas vivas. Lydiette sabe muy bien que siempre hay que buscarlas vivas e intuye las razones por las cuales la maquinaria estatal no lo hace.

Lydiette carga las historias de las madres que buscan a sus hijas, que empiezan preguntando entre amigas, vecinas y conocidas; después colgando carteles en todos los postes de la colonia, empezando el martirio de ir al MP a denunciar la desaparición, empezando a hacer ellas mismas trabajos de investigación casi policial, yendo de un Semefo al otro, de una fosa a otra, encontrándose frente a restos óseos sin identificar o mal identificados. (Zaría Abreu Flores)

Lo que hace Lydiette en La fosa de agua (un libro que le llevó seis años de trabajo periodístico) es mirar al horror de frente y presentárnoslo descarnado, porque el horror no tiene otra forma que esa descarnadura. 

El horror se cuenta contándolo. Y esta frase que podría parecer retórica fácil no lo es, porque es difícil no caer en la tentación de melodramatizarlo, es difícil no caer en lugares comunes, es difícil no “poetizarlo” con tal de no mirarlo. Lydiette sabe bien que todo lo anterior no sirve de nada, La fosa de agua no melodramatiza ni poetiza, nos presenta los hechos, el color de las casas, el vestido de Irish, las rutas de camino a escuela… No sin pretensiones literarias, el libro las tiene, hace un entramado casi de novela policiaca, nos guarda para después pistas, hechos, preguntas.

Las historias no son contadas de un solo golpe, linealmente; quizá porque las familias tampoco tuvieron una historia lineal, también estuvieron en el pasmo desesperante de no saber o ir “sabiendo de a poquitos”, también tuvieron que esperar, también se quedan con preguntas sin respuesta.

Lydiette cuida mucho cada palabra de La fosa de agua, sabe que el terror que narra debería quedar reservado para el género negro de la literatura, no para la vida.

En La fosa de agua, se nos encarna en el cuerpo el horror de las cifras, que adquieren voz, nombre, hechos concretos. Toman la forma de una madre que camina junto a su hija frente a los innumerables carteles de “se busca”: 

Guadalupe recordó cuando en una ocasión, caminaba con su hija Mariana por Los Héroes Tecamac y vieron la papeleta de una chica extraviada. Los volantes de desaparecidas son una cosa común, pero esta chica había desaparecido muy cerca de su casa. Ambas se impresionaron. Guadalupe inmediatamente pensó “Esto debe ser la tortura más grande para los padres”. Mariana entristecida la miró:

—Qué harías si fuera yo?

Guadalupe, consolándola, le respondió:

—No descansaría. Yo daría mi vida hasta encontrarte. 

La promesa a Mariana había sido hecha incluso antes de que desapareciera.

La fosa de agua intenta ser un dique contra todo aquello que intente distraernos del horror: hay nombres y apellidos, los de las adolescentes, los de los agentes omisos, los de los médicos forenses, los de abogados, los de los familiares, los de los adolescentes —que gracias a la incursión de los cárteles en el Estado de México ahora son parte del crimen organizado— los de los vecinos que prefieren cerrar sus puertas ante las preguntas pues saben el riesgo que corren si hablan. 

Es por eso que este libro es no sólo necesario, es indispensable y no debería serlo. Sí, este libro no debería ser necesario. Este texto, el hecho de que estemos hoy ante una segunda edición (que aumenta un capítulo y da más elementos, historias, posibilidades) que sigue siendo indispensable y necesaria habla nuestro fracaso como sociedad.

Nunca había tenido una sensación tan clara al escribir sobre un libro, y es que este libro que me hace admirar a Lydiette aún ya más de lo que la he admirado siempre, este libro que es absolutamente necesario ahora, no debería existir porque esta realidad no debería existir. 

No deberíamos vivir en un país que necesita que una mujer se lance a hacer la investigación exhaustiva que ha hecho Lydiette, no deberíamos estar hoy aquí frente a un libro que habla de los dragados en el Río de los Remedios, no deberíamos, pero aquí estamos, frente a la valentía entrañable de Lydiette, con nuestra indignación a cuestas.

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El problema con la indignación es que no puede ser sólo enunciativa, hay mucho por hacer, muy probablemente no sabemos aún qué es exactamente, pero eso sólo se descubre haciendo, acompañando a quienes buscan, acercándose a ver las caras del horror, los rostros desencajados, envejecidos antes de tiempo, de las madres; visitando los pasillos oscuros, fríos, sucios, de los MP, el Río de los Remedios con sus bolsas de basura en ambas orillas; accionando desde lugares virtuales o físicos, dependiendo de las condiciones de nuestros cuerpos, recordemos que salir a la calle no es una experiencia humana universal y que en la diversidad de funcional hay diversidad de formas de hacer. Ese hacer urgente. Ese hacer le quitará a la indignación su carácter de enunciativa. 

Necesitamos salir del pasmo en el que este terror nos tiene, porque este terror sólo sirve a un sistema que nos necesita aturdidas, agobiadas por el terror; necesitamos saber que nuestro trabajo es urgente, como dice Audre Lorde:  

Nuestro trabajo es ahora más importante que nuestro silencio (…)Y donde las palabras de mujeres están gritando por ser oídas, cada una de nosotras debe reconocer esa responsabilidad de buscar esas palabras, leerlas y compartirlas (…) Soy yo misma, una guerrera negra haciendo mi trabajo, que viene a preguntarles. ¿Están haciendo ustedes el suyo?

Y eso es lo que pasa cuando leemos La fosa de agua, sentimos los ojos francos de Lydiette, mirándonos directamente a los ojos, preguntándonos “¿Están haciendo ustedes el suyo?” Me pregunto en voz alta: ¿Lo estamos haciendo? 

En una conversación sobre el libro que tuve con ella vía WhatsApp, me escribió “Espero que (el libro) en algo ayude”, y creo que somos nosotros y nosotras quienes debemos responderle: ¿En algo ayuda? ¿Nos va a hacer movernos del sillón en el que leímos el libro (o lo leeremos)? ¿Vamos a hacer nuestro trabajo? ¿Qué vamos a elegir hacer con el temblor, la rabia, el llanto que nos inundan al leer el libro? ¿Desde qué lugar nos vamos a posicionar y empezar a andar contra el terror? 

Lydiette escribe sobre Araceli, madre de Luz: 

¿Pero por qué una sola mujer debe llevar toda la carga? ¿Por qué una sola mujer debe dejar la vida entera para que el feminicidio de su niña no quede impune? ¿Por qué una sola mujer debe buscar a su pequeña durante cinco años, hasta hallarla a menos de un kilómetro de su casa?

A esas preguntas se me sumó una: ¿Por qué una sola mujer (Lydiette) debería cargar esos “fantasmas”, como los llamó en la puerta de mi casa? 

Todas las mujeres, adolescentes y niñas desaparecidas son nuestras desaparecidas, quizá he escrito tanto sobre este libro porque mi deseo más fuerte y ferviente es que ni las madres, ni Lydiette carguen solas con La fosa de agua.

Definitivamente no deben cargar con eso solas, definitivamente los hallazgos del modus operandi, las preguntas que lanza en el libro, el amoroso acompañamiento y recorrido realizados por Lydiette, están ahí para que todas y todos nos empecemos a hacer cargo del país feminicida, misógino y machista que se ha convertido en esta fosa; para que todas empecemos a hacernos cargo de también nombrarlos a ellos (los feminicidas, los tratantes, los cómplices, los omisos, los coludidos). Hay que nombrarlos, hay que señalar los hallazgos, hay que construir esa verdad que es arma contra la desmemoria y contra  la enorme fosa que es nuestro país todo.

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Los colectivos de mujeres accionando desde diferentes frentes, los grupos de madres que se acompañan en este camino infernal y terrorífico de buscar con sus propias manos cuerpos en terrenos baldíos, y todas las personas que trabajan junto a las familias de los desaparecidos y desaparecidas cargan con el horror a solas, ante la omisión de una sociedad que no termina de articularse, quizá porque frente al dolor de lo inenarrable a veces —las más— es mucho más fácil voltear la mirada, vivir en la parálisis (aunque no sepamos que en ella vivimos) de seguir el trenecito cotidiano… sin querer saber que México se ha llenado de la oscuridad del mundo, como dice Lydiette:

Las madres acuden a los Semefos y revisan las carpetas, observan las imágenes. Sus ojos se llenan de la oscuridad del mundo. 

Cuando terminamos de leer La fosa de agua nuestros ojos ya están también llenos de esa oscuridad y está bien. Yo se lo agradezco a Lydiette, porque sólo así, sólo estremeciéndonos a tientas en medio de esa oscuridad, comprendemos que tenemos que internarnos en el terror para darle una estocada justo al centro, en pulmones y corazón. Sólo así, sabiéndonos parte de esa oscuridad sabremos que si no hacemos la parte que nos toca (nuestro trabajo en el sentido lordeliano) formamos el engrane que hace que nada se mueva de su sitio. 

Somos parte de la oscuridad del mundo, hay que aprovechar ese ser parte para ser una parte disruptiva, disfuncional para la maquinaria, parte que, al colocarnos “fuera de lugar”, haga que la maquinaria pierda su casi perfecto funcionamiento de muerte y necropolítica. 

Porque, en palabras de Lydiette: 

Las bandas criminales pueden ir aprendiendo a retener, a descuartizar… Lo único que se requiere es una sociedad, una cultura, un sistema que lo permita y lo aliente. Una cultura misógina, un continuum de violencia machista que va del acoso callejero, el embarazo adolescente, la violencia doméstica, y termina con bandas que se dedican a levantar adolescentes, torturarlas sexualmente y matarlas.

¿Hasta qué punto nos permitiremos después de haber visto en La fosa de agua la oscuridad del mundo, seguir siendo parte de esa sociedad, cultura y sistema que son el caldo de cultivo perfecto para los feminicidios? 

Muchas veces, en muchos contextos distintos hemos dicho o escuchado que la omisión nos hace cómplices; pero lo que pasa con La fosa de agua es que esa frase deja de ser enunciativa, nos sabemos irremediablemente (si no nos movemos pronto) cómplices por omisión. Es urgente, prioritario, dejar de serlo. Hoy mismo, ahora, en este segundo. Porque no debe una sola mujer cargar con esta denuncia, esta clarividencia, estos descubrimientos arrasadores

Para mí el libro, es como una estafeta, cuando una lo toma está tomando mucho más que un libro, mucho más que una denuncia, mucho más que una crónica. Está adquiriendo una responsabilidad social y es menester hacerle frente y cumplir con ella. Y aquí otra vez Lorde:

Nuestro silencio no nos protegerá, podemos aprender a trabajar y hablar cuando tenemos miedo porque (…) mientras esperamos en silencio por ese lujo final que es el no tener miedo, el peso del silencio nos ahogará.

Yo quiero —necesito— creer que podemos salir del azoro del terror y transmutar el silencio en acción, tomar la estafeta que significa La fosa de agua y empezar a reconstituir el tejido social, porque sólo rompiendo la inmovilidad podremos ir descubriendo y reconstruyendo, poco a poco, la luz del mundo. 

Gracias, Lydiette Carrión, por la estafeta y por la luz arrojada con amor y dolor sobre la oscuridad.