Cuando la Blanche Dubois de Tennessee Williams declaró "siempre he dependido de la amabilidad de los extraños" no sólo hizo alusión a su propio infortunio. Su frase lapidaria alude también a una verdad más incómoda y universal: la necesidad humana de confiar en los demás, esperando que, en medio de la precariedad de la vida, alguien se muestre empático.

La humanidad, desde que empezó a organizarse en grupos para su supervivencia, comenzó a desarrollar complejísimos sistemas sociales basados en la confianza. Nos hemos fiado de esa certeza ilusoria de que el otro cumplirá con las reglas del juego, de que los desconocidos respetarán contratos, normas y límites, como si ésto fuera natural. A gran escala, es innegable que esta confianza ha funcionado; ha sido el cemento de nuestra civilización. Sin embargo, aunque el sistema parece sostenerse, lo hace de manera frágil y tambaleante.

Esa confianza, en su mejor momento, es apenas suficiente. Cumplir con los acuerdos establecidos, las leyes, las normas y todo el entramado social, depende, como decía Blanche, de la amabilidad del otro, de que ese extraño decida que la empatía prevalezca sobre el interés personal. Y nada pone esta realidad tan al descubierto como una crisis.

En el Servicio Exterior Mexicano, ese "extraño amable" resulta no ser tan ajeno. En un universo tan reducido como el nuestro, todos nos conocemos y nuestros caminos inevitablemente se cruzan. A menudo compartimos no sólo espacios, sino también experiencias, luchas, quejas y temores similares. Este entrelazamiento de destinos nos recuerda que, más allá de las jerarquías y las distancias, somos parte de una misma comunidad.

En estos círculos, la amabilidad de "extraños" cobra un sentido aún más profundo, pues al final, no son tan extraños. Los ajenos, los otros y las otras, son colegas de profesión; sus amistades de años; sus personas consejeras. Son “ajenos” de convivencia diaria. En este caso, cuando ese gesto de amabilidad falta, la herida que deja es aún más dolorosa, porque la falta de apoyo proviene de alguien que nos conoce, que no puede escudarse en el anonimato

Recientemente, fui testigo de un movimiento encabezado por mujeres que cuestionaron la legitimidad de una estructura que parecía intocable. Un cuestionamiento que nunca se había visto en un sistema vertical tan rígido y cargado de tradiciones obsoletas.  Dieciséis mujeres lanzaron un desafío que puso bajo los reflectores los ineficaces mecanismos legales y de mediación, incapaces de resolver los casos de acoso y abuso dentro de las representaciones mexicanas en el extranjero. Lo hicieron a través de un escrito que apelaba a esa amabilidad de otros y otras, porque las vías tradicionales ya no les ofrecían seguridad, y temían seguir siendo vulnerables. 

Este cuestionamiento sacudió los cimientos de la estructura, creando una crisis nunca vista. Desde la incredulidad por el atrevimiento, pasando por el enojo por el descrédito público, hasta el miedo a reaccionar en cualquier sentido. En los círculos que se mantienen en la sombra, el asombro corría como un rumor, acompañado de una tímida esperanza, una solidaridad apenas visible y, sobre todo, un miedo feroz.

Este miedo no es otra cosa que la respuesta natural que dispara nuestra reacción inherente de huir o pelear ante la amenaza. En un sistema jerárquico y de control como el Servicio Exterior Mexicano, el miedo es moneda corriente. Todos tenemos miedo. Miedo a perder privilegios, traslados, evaluaciones positivas, ascensos, estabilidad laboral y familiar. Sabemos que los mecanismos que deberían protegernos son insuficientes, cuando no inexistentes. Dependemos, irónicamente, de la amabilidad del extraño para poder llevar una vida laboral medianamente aceptable.

Pero aun cuando hemos sido beneficiarios de esa amabilidad fugaz, el miedo nos hace reticentes a devolverla. Nos encanta mostrarnos comprometidos con causas justas: la equidad de género, la erradicación de la violencia contra las mujeres, el fin del bullying. Nos tomamos fotos con listones morados, compartimos frases en redes y participamos en foros donde reafirmamos que estamos del lado correcto de la historia. Ser valiente desde la impersonalidad es fácil. Cuando el apoyo implica arriesgar la propia seguridad, la tranquilidad, y los privilegios personales, todo cambia.

Nuestra voluntad para tener un gesto de consideración o de apoyo real se desvanece ante el cálculo frío de las posibles consecuencias, ante la construcción del temor fundado. El miedo a perder es más fuerte que la voluntad de hacer lo correcto. En un sistema que centraliza la autoridad, elegimos el camino de la menor resistencia: el silencio. El silencio como estrategia de supervivencia. En el mejor de los casos, el apoyo se materializa en una llamada privada, lejos de las miradas, en la que se expresa "todo el apoyo y reconocimiento", pero sin comprometerse públicamente.

Pocos, muy pocos, elegirán el camino de la mayor resistencia. Muy pocos se convertirán en ese extraño amable que actúa cuando más hace falta. La mayoría se dejará vencer por el miedo, mientras solo unos cuantos, por congruencia, por indignación o por pura ética, se atreverán a levantar la voz. Ellos serán quienes, al decir "escúchenlas", rompan el círculo de silencio que protege al sistema.

Blanche Dubois sigue vigente recordándonos nuestra eterna dependencia en la amabilidad de otros, extraños y propios, especialmente en tiempos de crisis. En sistemas como el Servicio Exterior Mexicano, donde el miedo a las represalias nos paraliza, es fácil simular solidaridad desde la distancia segura de un foro o un tuit. Pero la verdadera valentía, la que cuenta, es la que se demuestra cuando las apuestas son altas. Y sólo en aquellos pocos que deciden desafiar ese miedo, que se niegan a quedarse callados, reside nuestra esperanza de cambio.

Son ellos quienes, levantando la voz cuando más duele, se convierten en el extraño amable que necesitamos.