La Ciudad de México y el Estado de México conforman el núcleo económico más dinámico del país: la Zona Metropolitana del Valle de México (ZMVM). Cada día millones de personas se trasladan del Edomex hacia la capital para trabajar, estudiar, recrearse o participar en actividades culturales. No obstante, detrás de esta imagen de movilidad y vitalidad urbana se esconde una crisis que crece año con año: las desapariciones y la violencia feminicida que atraviesan ambos territorios.

El Estado de México ha sido señalado durante décadas, incluso a nivel internacional, como un epicentro de inseguridad y violencia. En contraste, la Ciudad de México se promociona en el imaginario global como un destino turístico de primer nivel y un espacio privilegiado para vivir.

Esta narrativa oficial ha permitido tanto al gobierno federal como al local minimizar o incluso omitir el reconocimiento de la magnitud de la crisis de desapariciones y violencia de género en la capital. 

La paradoja es clara: la misma metrópoli que se presume moderna y cosmopolita es también escenario de una violencia que desgarra a cientos de familias, de acuerdo con el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO) de la Secretaría de Gobernación, en los primeros seis meses del año, la CDMX registró el mayor número de personas desaparecidas y no localizadas con mil 99 casos. Aunado a esto, en 2024, las víctimas de feminicidio en la Ciudad de México aumentaron un 11.48%.

En este contexto resulta fundamental visibilizar el papel de madres y familias buscadoras de la ZMVM. Lejos de escenarios rurales, aquí la búsqueda ocurre en medio de la vida urbana: entre estaciones de metro, plazas comerciales y avenidas. Estas mujeres recorren la ciudad cargando pancartas y expedientes mientras la cotidianidad sigue, indiferente a su dolor.

Como muchas mujeres en el mundo, enfrentan dobles y triples jornadas: sostener el trabajo, cuidar a sus familias y, al mismo tiempo, emprender la búsqueda de sus seres queridos. No solo buscan cuerpos, también justicia, verdad y memoria. Encarnan así una paradoja dolorosa: sostienen la vida de otros mientras el Estado les niega el derecho a vivir en paz.

Aquí surge un eje central: las injusticias afectivas. Este concepto —resultado de una investigación en curso— retoma la idea de la habitabilidad hospitalaria del espacio, pero en contextos de injusticia social incorpora la relevancia de los afectos y emociones en torno al derecho a una vida digna, sin estados anímicos dañinos, garantizando autonomía sin que las decisiones se vean afectadas por condiciones emocionales crónicas o nocivas.

No se trata sólo de ausencia de justicia legal, sino también de la negación del cuidado y del reconocimiento emocional que merecen.

La revictimización, la burocracia y la impunidad obstaculizan procesos y vulneran la capacidad de sanar y cuidarse. Surgen entonces preguntas inevitables: ¿cómo cuidar a otrxs cuando la vida se va en buscar justicia para quienes el Estado no protegió?, ¿cómo cuidarse a sí mismas cuando la ausencia de verdad y reparación se convierte en herida abierta cada día?

Guadalupe, habitante de Ecatepec, relató que durante la búsqueda de su hija Mariana, desaparecida y asesinada en los límites de Tecámac y Ecatepec, su salud emocional se vio profundamente afectada. Aun así, debió continuar con su trabajo doméstico y remunerado, además de ser sostén emocional de su familia. En sus palabras: “tuve que ser la psicóloga de mi esposo”, aún en medio de su dolor.

Gabriela, residente de la CDMX, compartió lo difícil que fue buscar justicia para su hermano Nimai —desaparecido y luego localizado sin vida— mientras cumplía con sus responsabilidades laborales. Si bien su empleo le permitió cierta flexibilidad, el dinero era indispensable porque “es lo que sostiene la vida”, incluso en medio del desgaste emocional y la incertidumbre.

Las redes de apoyo resultan vitales. Compartir experiencias y dolores brinda acompañamiento emocional, físico y personal que difícilmente encontrarían en otro lugar. Sin embargo, estas redes no son suficientes: es negligente que el cuidado recaiga sólo en ellas, como si vivir violencia o desaparición implicara también el deber de sanar y sostener a otrxs.

La violencia feminicida y las desapariciones en la ZMVM evidencian no sólo la incapacidad del Estado para garantizar seguridad, verdad y justicia, sino también la carga desproporcionada sobre mujeres y familias buscadoras. En medio de la vida urbana, trabajan, cuidan, buscan y, al mismo tiempo, se ven forzadas a convertirse en sostén emocional de sus hogares aun cuando su salud física y emocional está quebrantada.

Las redes entre mujeres y familias son herramientas de resistencia, pero no pueden sustituir las responsabilidades estatales.

Reconocer a las buscadoras como sujetas políticas y no sólo como víctimas es indispensable para comprender su lucha: confrontan la impunidad, sostienen la memoria de sus hijas e hijos y abren caminos de justicia en un contexto de ausencia estatal.

Además, su experiencia recuerda la urgencia de pensar el cuidado no sólo como práctica individual o comunitaria, sino como un derecho que el Estado debe garantizar. Aquí cabe señalar que la protección de los derechos es interdependiente: sin justicia no hay sanación ni autocuidado.

Nombrar la violencia, reconocer las ausencias y acompañar las luchas de las buscadoras es también una forma de justicia afectiva. Sólo así será posible imaginar una ciudad que deje de invisibilizar la violencia en nombre de la modernidad y construya condiciones reales de verdad, reparación y cuidado para todas y todos.

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