“Soy la historia de mi madre y de su madre y de su madre. También soy la historia de mis hijas”, dice Daniela Rea en su libro Fruto.

Somos la historia también de las mujeres que nos maternan. 

El 10 de mayo nos convoca a hablar de la maternidad, no desde la idealización edulcorada, pero tampoco únicamente desde el cuestionamiento crítico a las formas en las que la sociedad patriarcal concibe a La Madre. A las mujeres. A nuestros cuerpos, lo que hacemos y no hacemos con ellos. Hoy reconocemos que la(s) maternidad(es) también nos atraviesan, que la maternidad vivida, por gozada o sufrida, se resignifica en nuestras propias vivencias.

Esta semana en La Cadera de Eva quisimos pensar desde otro lugar nuestra conversación en torno a esta fecha y al rol de las madres. Ese papel social que capturó el patriarcado —y el capitalismo— para “celebrar” y en realidad evaluar y encauzar a las mujeres como “madres”, esas figuras míticas de  “mujer abnegada, dadora de vida”.

Desde hace años que, desde lo individual y lo colectivo, el “día de la madre” empezó a ser una fecha controvertida, igual que el propio ejercicio de la maternidad. El péndulo de los últimos treinta años nos ha dado desde el boom de las girl boss —esas mujeres que supuestamente reniegan de cualquier acercamiento a lo hogareño y a los cuidados, eligiendo entre la falsa dicotomía del éxito profesional y el fracaso doméstico—, hasta el preocupante resurgimiento de las tradwives-influencers del “orden natural”, que abogan a vidas abocadas a atender cualquier y todo deseo de sus esposos dios y familia. Los debates intermedios nos han dado mucho espacio de reflexión.

En México, la fecha ha sido resignificada también por las madres buscadoras que no cesan de intentar encontrar a sus familiares y que hoy saldrán a las calles para recordarnos que no hay nada que celebrar, que no hay madres felices en un país que se mantiene sobre miles de hijos en fosas clandestinas, que hoy es un día de lucha y resistencia frente a un Estado indolente y una violencia implacable. 

En este contexto, el de nuestro país, en este momento, quizá pecando de obvias, quisimos pensar en cómo hemos cuestionado y reinterpretado la maternidad desde nuestros feminismos. Una conversación que siempre está latente en nuestros encuentros con las otras, cómo el ser hijas feministas también transformó nuestras relaciones con nuestras madres y cómo transformamos nuestras maternidades —posibles o activas— desde el feminismo

La mayoría de nosotras coincidimos que no fue sino hasta la edad adulta donde pudimos reconocer a nuestra mamá como mujer y no como sólo como mamá, que la vimos como sujeta autónoma con sus propios deseos, dolores y afectos. Fue hasta esta etapa en la que también aprendimos a reconocernos en ella. Mirarnos en su espejo. 

Todas nosotras —sin saberlo, quizá— aprendimos a ser mujeres gracias a otras mujeres, a veces nuestras propias madres, muchas veces otras mujeres que nos cuidaron, que nos criaron. Al crecer, a lo mejor ya nombrándonos feministas, pero no siempre, empezamos a notar y señalar las desigualdades y violencias con las que crecimos en casa, a nombrar nuestros dolores. Empezamos a reconocer las horas de trabajo del hogar, las horas de cuidados que nuestras mamás, tías y abuelas dedicaron para sostener nuestras vidas, las vidas de todos alrededor. El feminismo nos dio herramientas para ser críticas, rebeldes y defendernos del sistema familiar y patriarcal que heredamos; pero también, a mirar con más ternura y orgullo a nuestras ancestras, a honrar nuestra genealogía.

Un proceso de transformación donde también sanamos  —o estamos sanando— nuestra relación con ella, con ellas, las mujeres que nos maternaron, entendiendo de dónde venían también todas esas expectativas que se pusieron sobre nosotras, siendo mujeres, desde niñas. Para algunas, significó aprender a perdonar a mamá y a perdonarnos a nosotras mismas. Para otras, sanar significó romper sus lazos familiares, incluso con sus madres, y crear otros vínculos, otros afectos.  

Aunque han sido duelos muy fuertes, el feminismo me ayudó a no ser tan dura ni exigente con mi mamá, a no exigirle perfección, a imaginarme y entender los cambios en su vida como mamá autónoma y además verla como una mujer cuya identidad no está centrada únicamente en maternar”, dijo una de nosotras.

Pero más allá del dolor que conlleva voltear a mirar a nuestras madres en sus propias historias también hablamos de la vida compartida con ella. De las complicidades, las risas y los encuentros. De las pláticas interminables donde encontramos en ella a una “par” o “una colega” como dijo otra de nosotras.

Porque aprendimos también a ser amigas con ella. A contarnos secretos. A disfrutarla ahora que ya no está al 100% cuidándonos, sosteniéndonos. Eso también nos ha enseñado el feminismo, a resignificar y reconstruir nuestra historia conjunta, desde un lugar más honesto. Aprender a mirarla desde la ternura y amor, entender que fueron las madres que pudieron ser, y que nosotras somos las hijas que, finalmente, las ven como las mujeres que son.