La primera vez que escuché “no perteneces aquí” tenía doce años. Quise estudiar una carrera técnica en electrónica en mi secundaria—un programa de tres años que incluía diseño y armado de circuitos, sistemas electrónicos, microcontroladores y automatización. Sin embargo, me dijeron que ese curso junto con máquinas y herramientas o soldadura eran demasiado difíciles “para una mujer”.

Las únicas opciones disponibles para nosotras eran secretariado o dibujo técnico industrial. Me asignaron dibujo, y con ello solo me quedó un sabor amargo y la sensación de que: yo no pertenecía ahí, que ese espacio no era mío.

Esta historia no fue un incidente aislado; fue el anticipo de una barrera mayor, una que muchas mujeres enfrentan en el mundo tecnológico desde temprano.

En México, apenas el 23% de la fuerza laboral en la industria tecnológica está conformada por mujeres, según datos del sector tecnológico en México. Cuando por fin ingresamos, ganamos y ascendemos menos: mientras casi la mitad de los roles de entrada son ocupados por mujeres, en el C-suite (grupo de personas ejecutivas de más alto nivel en una organización) apenas quedan 25%, y en STEM la cifra baja a sólo 12% (WEF, 2023). 

Ser autodidacta para “compensar” 

A los 22 años, mientras investigaba sobre gobierno abierto y TICs, descubrí que estaba al menos una década rezagada. Aprendí por mi cuenta a usar herramientas como Gephi para análisis de redes sociales y políticas, y más tarde me convertí en profesora adjunta. Mientras tanto, la gente involucrada en estos temas a mi alrededor eran hombres, impulsados por entornos que validaban su curiosidad como algo “natural”.

A esto se sumaba la carga estructural: trabajar y pasar hasta cuatro horas diarias en transporte entre la oficina y la universidad.

¿Qué tan justo es hablar de meritocracia cuando el punto de partida no es el mismo?

La mayor sacudida llegó a los 26 años, cuando decidí cambiar de sector para acceder a mejores oportunidades. Con un máster en negocios en el extranjero como meta, primero tuve que mejorar mi inglés —un privilegio en este país— de nueva cuenta estudiando y trabajando para pagar mis clases. Luego, la universidad exigía dominio de softwares de análisis de datos. Ahí entendí que, si quería un lugar real en el mercado laboral, necesitaba habilidades que nunca me enseñaron.

Aprendí por mi cuenta SQL, sobre bases de datos, Power BI… por suerte, Excel ya lo dominaba gracias a mi carrera y trabajo. Una beca me permitió competir en condiciones más equitativas y aprender de otras personas. Ese acceso me hizo más consciente de la brecha real: ¿qué pasa con quienes no tuvieron la “suerte” de crecer en una ciudad o acceder a otros espacios?

Mujeres profesionistas: ocupación, brecha salarial y empleo informal

En promedio, las mujeres reciben 15% menos salario que los hombres , y en tecnología ese gap llega a representar diferencias de hasta 10 mil pesos mensuales. Estos números no solo dejan huella en el presente, sino crean una acumulación de desventajas económicas a lo largo de la vida que impactan incluso en nuestra autonomía personal y reproductiva.

La participación económica de las mujeres fue del 46.5% en julio de 2025, frente al 75.7% de los hombres. Esta diferencia refleja las barreras estructurales que enfrentamos —desde la falta de acceso a educación técnica hasta la sobrecarga de trabajo doméstico no remunerado.

La brecha salarial se amplifica en el empleo informal: en el segundo trimestre de 2025, 55.5% de las mujeres trabajaban en la economía informal, en comparación con 34.1% de los hombres .

Y esa carga se vuelve aún más evidente cuando hablamos del trabajo no remunerado: en 2023 representó el 24.3% del PIB, cifra que en 2024 alcanzó 8.4 billones de pesos, de los cuales 72% corresponde al aporte de mujeres. Esta carga limita gravemente nuestra capacidad para desarrollar carreras profesionales y nos obliga a aceptar trabajos informales o menos remunerados.

¿Por qué importa contar estas historias?

Desde niña aprendí que llegar tarde no siempre es por falta de esfuerzo. A muchas mujeres nos enseñan desde pequeñas que no pertenecemos del todo: somos menos visibles, ganamos menos, y avanzamos más despacio. Esa desigualdad no se queda en el trabajo; atraviesa lo social, lo económico y lo personal. Se suman muchas otras violencias cotidianas que vivimos en el día a día por la misma razón, ser mujeres.

Es importante aclarar que no soy programadora. Además de mi trabajo sin fines de lucro, como consultora, mi trabajo está en la inteligencia de negocios (BI), el análisis de datos, tecnologías e inteligencia artificial generativa para mejorar procesos de negocio, la rentabilidad, el cambio organizacional, etc.

Mis colegas —programadoras, ingenieras, científicas— enfrentan las mismas y otras formas de desigualdad y violencia. Y esas brechas se amplifican según quién eres: no es lo mismo ser mujer cis que trans, blanca que morena, indígena o extranjera, madre, o provenir de una escuela pública o privada. Cada historia es distinta, aunque a todas nos cruza lo mismo: el sistema no fue diseñado para nosotras. Y por eso, lo estamos transformando.

A los doce años escuché por primera vez: “no perteneces aquí”. No entendí su peso entonces. A los veintiséis, comprendí que pertenecer no solo es estar presente, sino también estar preparada, incluso si nunca nos dieron acceso.

Hoy, afortunadamente, hay señales de cambio. Existen programas que acercan STEM a niñas, políticas que promueven la equidad y la transparencia, y un llamado urgente a romper el techo de cristal.

El Foro Económico Mundial advierte que la inteligencia artificial y otras transformaciones tecnológicas pueden ser una oportunidad para cerrar brechas, siempre que se gestionen con perspectiva de género. Yo agregaría: también con perspectiva interseccional. Porque si solo llegan mujeres con cierto color de piel o capital económico, no llegamos todas.

Y para quienes aún cuestionan la capacidad de las mujeres en puestos de liderazgo, los datos no están de su lado. Un estudio de McKinsey & Company de 2019 reveló que las empresas con más de un 30% de mujeres en cargos ejecutivos tienen un 48% mejor desempeño que aquellas con menor diversidad de género.

Además, las mujeres representamos aproximadamente la mitad de la población mundial  y tomamos entre el 70% y el 80% de las decisiones de compra a nivel global. Crear espacios laborales más inclusivos no solo es una cuestión de justicia: también mejora la orientación al cliente, incrementa la rentabilidad y ofrece una ventaja competitiva, al tiempo que cumple con los requisitos regulatorios.

Ah, y sí: pertenecer y acceder a las mismas oportunidades no debería ser debatible. Es un derecho humano.

Por eso, desde mi historia personal y respaldada por datos, quiero decirlo alto y claro: sí pertenecemos aquí. Y mientras sigamos nombrando la desigualdad y reclamando espacios, abriremos más puertas para nosotras y para las generaciones que vienen. La equidad en tecnología no es solo ética: es estratégica, esencial y urgente.