Por Brenda Morales Muñoz*

Desde que nació mi hija, cuidarla se volvió una prioridad incluso por encima de mí misma, de mi cansancio, de mi salud o de mis actividades. Aunque a veces me he sentido mal, no he podido parar de estar atenta a sus necesidades. La pandemia ha llevado los trabajos de cuidados y de crianza a niveles extenuantes. Ahora que lo pienso, ese cansancio-sin-pandemia me parece un poco ingenuo. Con el confinamiento, además de ser su mamá, me he vuelto cocinera, enfermera, profesora, psicóloga, cuentacuentos, coach de primera infancia, bailarina, cantante y compañera de juegos y experimentos las veinticuatro horas del día. No siempre me pesa, ya casi me acostumbro, pero hay días en que me quedo sin energía, en que me pongo de malas porque tengo demasiado trabajo que hacer y parece que siempre estoy en una carrera contra el tiempo.

Nunca me había detenido a reflexionar sobre los cuidados, propios y ajenos, hasta que me convertí en madre. Una parte fundamental de los cuidados maternales gira en torno a la lactancia. Cuando estaba embarazada investigué qué es lo que debía tener para amamantar a mi bebé. La mayoría de las listas coincidían en que, además de los productos para obtener y guardar la leche (como sacaleches o bolsas de almacenamiento), debía tener ropa especial (brassieres, pijamas y blusas de lactancia, esas que tienen una abertura estratégica que permite sacar el pezón en cualquier momento), accesorios (cojines, protectores, mantas para cubrirse “en caso de lactar en público” porque parece que hay que esconderse) y productos para cuidar la parte de mi cuerpo que iba a producir esa leche: pezoneras, pomadas, parches de hidrogel y cremas hidratantes.

Se han inventado muchos productos para “hacerle la vida fácil” a las madres. Desde la aparición de los pañales desechables en la década de los cincuenta, impensables para nuestras abuelas, hasta monitores y columpios eléctricos. Las madres son un mercado muy importante, pero muchos de esos productos no son necesarios, aunque los vendan así. Para poder dar leche materna sin estar “pegada” a los hijos, existen también los sacaleches eléctricos en los que una bomba succiona la leche a través de dos mangueras, como las vacas. La decisión de lactar es totalmente privada pero las mujeres siempre son juzgadas. Si optan por lactar, si optan por lactar poco, si optan por lactar mucho o si optan por dar fórmula. Y muchas de estas decisiones ni siquiera son personales, una mujer puede desear amamantar, pero quizás no tenga suficiente leche o su bebé sea alérgico, por poner dos ejemplos. El punto es que siempre hay culpa, como si se fuera mejor madre o más madre haciendo tal o cual cosa. Cuando estaba embarazada decidí que quería hacer lactancia a libre demanda con mi hija, pero una madre nunca puede decidir antes de tiempo.

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Dos días después de parir, volví a casa con mi hija y comenzamos el periodo de lactancia. Me quedé en casa tres meses con sus días y sus noches cuidando a mi bebé que no lograba ganar peso. Yo era su esclava, mi leche siempre estaba disponible para ella. No sabía cuándo terminaba un día y empezaba otro. Me volví supremamente paciente, no me desesperaba su llanto, no me importaba no dormir o no comer, era un zombie. Tampoco leía ni veía películas porque no podía concentrarme, confieso que la serie de Luis Miguel me salvó del aburrimiento en esas madrugadas interminables.

Les dije que no iba a dejar el café, era mi único gusto en el día y no había nada que probara que mi hija fuera alérgica

Cuando mi bebé cumplió un mes, la pediatra me dijo que apenas había subido cien gramos. Nada, ni un vaso de agua. Lloré en el consultorio por la frustración. Tanto tiempo y esfuerzo invertido para cien gramos. No podía creerlo. No había ninguna señal de que mi leche le hiciera daño, pero la pediatra me dijo que por prevención debería pensar en dejar lácteos, café y chocolate “por si de casualidad tal vez pudiera ser” alérgica. Salí de la consulta directo al café de la esquina a comprar un capuchino. Me acompañaban mi esposo y mi mamá. Los dos me miraron sorprendidos, me dijeron que “obviamente” no podía ir por ese café “¿qué no escuchaste a la pediatra?”. Me enojé, pero no dije nada, los ignoré y disfruté mi capuchino. Cuando terminé les dije que no iba a dejar el café, era mi único gusto en el día y no había nada que probara que mi hija fuera alérgica. Si fuera el caso, lo dejaría sin dudarlo.

Mi hija ganó peso a los tres meses, durante los cuales tomé dos tazas de café al día. Cuando fui a la siguiente consulta la pediatra me dijo “¿ves? ¡Qué bueno que dejaste el café!”. Asentí mientras me saboreaba el frapuchino que me iba a tomar a la salida. Le mentí a la pediatra porque no encontré en ella ningún apoyo para mí, el centro de todo era mi hija.

Mi madre me dio fórmula, me lo confesó después del episodio del café. Por su exigencia pensé que ella había optado por la lactancia materna, nunca me detuve a pensar en lo que significaría para ella lactar a gemelos y tener aparte un niño de 3 años. En esa época era lo que “más se usaba”. Me dijo que veían mal a las mujeres que se descubrían los senos para darle leche a sus bebés y que lo normal era que los pediatras recomendaran la fórmula directamente. Nunca se le había ocurrido insistir en lactar, el trabajo de cuidados que hizo con los tres era demasiado agotador.

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Después de los primeros tres meses del terror, salí a presentar una ponencia en un congreso de literatura muy importante. No sé cómo lo logré. En lo único en que podía pensar era en que no se me escurriera la leche. Planeé todo muy bien: escogí una blusa de color claro (no me iba a arriesgar usando algo negro) me puse protectores especiales y lo último que hice antes de poner un pie fuera de casa fue amamantar a mi bebé. Diez minutos después ya sentía que los pechos se iban llenando. No hubo ningún accidente, no dejé que sucediera. En cuanto terminó mi mesa volé a casa, no saludé a nadie, por más que había esperado el momento de hablar con adultos de los temas que me interesaban, el dolor y el temor de que la leche se desbordara fue mayor.

Sin embargo, tener tanta leche me hizo sentir muy bien. Deseaba poder tener una buena lactancia, pero el comienzo no fue el ideal. Ahora sé que en la maternidad no hay ideales. A mi llegada al hospital, había pedido que no le dieran fórmula a mi bebé y que me la entregaran de inmediato para el contacto “piel con piel”. Ninguna de estas dos peticiones se cumplió. Mi hija nació baja de peso y, tras varios estudios médicos, no podían esperar a que se decidiera a mamar, debían alimentarla con fórmula de manera urgente. Horas después la llevaron al cuarto y la enfermera me dijo que intentara darle de comer, me explicó que los bebés succionan de inmediato por instinto. Eso tampoco sucedió. No quiso mi leche mientras estuvimos en el hospital.

Habíamos comprado un biberón y una lata de fórmula para que mi hija comiera en caso de ser necesario, pero no las usamos. Apenas llegamos a casa intenté amamantarla y succionó. A pesar del dolor me sentía muy feliz. Había leído cosas terribles respecto a la lactancia: que no bajaba la leche, que dolía mucho, que daba fiebre, que se agrietaban los pezones, que los bebés podían ser alérgicos. Afortunadamente no tuve nada de eso. La lactancia para mí fue una experiencia esclavizante, pero muy dulce. Tenía muchísima leche y nunca tuve ninguna molestia. Incluso pude hacer mi banco de leche en el congelador y prolongarla el tiempo que quise. Me daba mucho gusto que gracias a mi leche mi hija creciera y se recuperara. Eran momentos de mucha paz, en los que podía leer y descansar un poco. La interacción que empezamos a tener fue mientras le daba de comer, conscientemente me tomaba de la mano, me veía, me hacía gestos. Y durante la lactancia me dio sus primeras sonrisas.

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Parecería que la imposición de ser madres o la dificultad de compaginar la vida laboral con la maternidad sigue siendo un cautiverio para las mujeres, para robarme las palabras de Marcela Lagarde. Incluso ahora suele aceptarse que las mujeres deben ser madres y cumplir con ello un rol específico en la sociedad. Además, se les exige no sólo convertirse en madres, sino ser buenas madres, hacer lactancia prolongada, colecho, crianza con apego, entre otras cosas.

Uno de los temas que más me impactaron de Contra los hijos, es la lactancia. Lina Meruane la ve como una exigencia, como un retroceso en el camino del feminismo. Por el contrario, como ya he mencionado, mi experiencia personal fue muy dulce y práctica, pues era la forma más fácil, ecológica y económica para darle de comer a mi bebé. Me asombraba cómo mi cuerpo era capaz de adaptar la producción de leche de acuerdo con las necesidades de mi bebé, cómo era diferente la leche diurna que la nocturna y, sobre todo, me encantaba sentir que era capaz de producir el alimento de mi hija yo misma sin gastar dinero, fuera de las lógicas del capital. Incluso pensé en donar parte de esa leche para una casa cuna que la solicitaba, pero una nimiedad burocrática lo impidió. Me pensé como donadora y no como nodriza. La práctica de amamantar hijos ajenos es muy antigua, se hacía en Mesopotamia o en la Roma Imperial, pero en esos casos era una actividad que contaba con cierto prestigio y era remunerada. Sin embargo, en las colonias americanas las esclavas, negras o indígenas, eran obligadas a amamantar a los hijos de sus patrones e incluso eran obligadas a criarlos. Esto responde a que muchas madres morían en el parto, pero también a que muchas otras no querían maltratar su cuerpo, si sus esclavas se encargaban de lactar a sus hijos ellas no tenían desgaste físico y podían cumplir con sus compromisos sociales. Las nodrizas fueron cruciales para que los niños crecieran sanamente. Eran llamadas las “amas de la leche” y me impresionó saber que no prohibieron esta práctica por el maltrato al cuerpo de las mujeres o porque representaba un trabajo forzado para ellas, sino porque se pensó que podían transmitirles sus ideas y costumbres a los niños blancos.

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La aparición de la leche en polvo también contribuyó a que esta práctica cayera en desuso. A mediados del siglo XIX se inventó la fórmula para lactantes a base de leche de vaca, cereales y agua, pero su consumo se popularizó después de la II Guerra Mundial. La industria de la fórmula láctea defendía la idea de que era mejor que la leche materna y que contribuía a la liberación de la mujer, pues ya no tenía que estar atada al bebé, cualquier persona podía alimentarlo. El primer punto es falso, el segundo tiene parte de razón. En la posguerra, cada vez más mujeres comenzaron a hacer trabajos remunerados y la presión de los patrones por no “perder tiempo” tras la maternidad impulsó el consumo de la fórmula.

En los años sesenta, Nestlé, en busca de nuevos mercados, introdujo este producto en América Latina pero la contaminación del agua y de los biberones provocaron miles de muertes de niños por enfermedades y malnutrición. La culpa no fue de la fórmula, pero se le estigmatizó. En medio de todo quedaron las madres. Hoy se defiende que la lactancia materna es el mejor alimento para los bebés, de manera exclusiva hasta los seis meses y como complemento de la alimentación hasta los dos años, aunque la decisión de dejarla debe tomarse entre la madre y el hijo. Me enteré que hay “fiestas de destete” en las que se hace una especie de ceremonia cuando los niños de más de 5 años dejan de lactar. Me dio pánico saberlo, yo quería hacer lactancia prolongada pero no convertirme en Lysa, de la casa Tully. Esa etapa terminó en este encierro, pasan los días y mi hija crece sin importar lo que pasa afuera, ahora ya es más niña que bebé.

*Brenda Morales Muñoz es doctora en Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es docente e investigadora, se especializa en literatura latinoamericana escrita por mujeres, la ficcionalización de distintos tipos de violencia y la maternidad en la literatura. Escribe ensayos y cuentos que han sido publicados en diversas revistas y ha sido incluida en varias antologías. Es autora de los ensayos Maternidades disidentes, ganador de la mención honorífica en el premio nacional Dolores Castro 2020 y Elogio del ombligo, publicado por Ediciones Arboreto en 2022.