Brenda Navarro vive lejos, pero su escritura aún encuentra hogar aquí. A mediados de octubre volvió unos días a la Ciudad de México y mira el país desde otra distancia. Sus dos novelas, Casas vacías (2019) y Ceniza en la boca (2022), no han perdido fuerza: se leen en grupos de mujeres, en talleres feministas, universidades y pláticas donde se habla de maternidad, culpa, duelo y migración. Casas vacías tuvo su adaptación en teatro; Ceniza en la boca ahora será llevada al cine bajo la dirección de Diego Luna.

Pero ella dice que ya no es la misma autora que escribió esos libros. “Cuando publiqué Casas vacías yo estaba desesperanzada. Ahora sé que las madres de personas desaparecidas están moviendo al Estado, poniendo en debate qué es justicia y reparación. Si hubiera sabido eso entonces, el libro habría sido distinto”, dice en entrevista con La Cadera de Eva.

Lo mismo ocurrió con Ceniza en la boca: la escribió cuando aún creía que era posible avanzar en derechos para las personas migrantes; hoy ve el auge global de discursos de odio y nuevas fronteras que se levantan tanto en Europa como en América. Pero en ese desplazamiento también cambió su relación con México. Si al irse lo hizo con rabia frente a la violencia que atraviesa la vida de las mujeres, con la distancia entendió que fueron ellas quienes le enseñaron a sostenerse.

Todo lo que sé para sobrevivir lo aprendí de las mujeres mexicanas. Hemos imaginado soluciones sin recursos, sin Estado y sin permiso. Eso es algo que presumo en Europa todo el tiempo.

Navarro dice estar en un momento donde quiere guardar silencio. Observar, leer lo que está cambiando en el mundo, entender lo que aún no sabemos nombrar. “Siento que algo se está moviendo y no estamos mirando hacia ahí”, dice. Desde esa pausa, esa necesidad de mirar antes de volver a hablar, comienza esta conversación.

¿Cómo han cambiado para ti Casas vacías y Ceniza en la boca con el tiempo y la distancia?

Quiero muchísimo a mis libros, pero ya no soy la persona que los escribió. Si hoy reescribiera Casas vacías, sería otra novela. Entonces estaba más desesperanzada; hoy entiendo mejor cómo las madres de personas desaparecidas están tensionando al Estado, abriendo debates sobre justicia y reparación y demostrando que sí se pueden mover estructuras. Si hubiera sabido eso, quizá no habría escrito ese libro así.

Con Ceniza en la boca ocurrió algo paralelo, pero en el contexto migratorio europeo. Cuando la escribí, parecía que los movimientos migrantes podían conquistar más derechos, que la escucha se estaba ampliando. Luego vino el auge de discursos de odio, la construcción de nuevas fronteras físicas y simbólicas, la estigmatización de las personas migrantes como problema.

Mirando hacia atrás, quizá no habría sido tan optimista. Siempre he dicho que pertenezco a una generación en tránsito: no somos quienes van a fundar nuevas tradiciones literarias ni quienes van a ofrecer respuestas definitivas, pero sí quienes estamos registrando estos temblores culturales y políticos. Somos un puente entre una literatura latinoamericana del siglo XX y lo que vendrá después. Esa condición no es menor: da perspectiva y da humildad.

Si tus protagonistas te hablaran hoy, ¿qué te reclamarían?

Creo que no nos caeríamos bien. La narradora de Ceniza en la boca seguramente estaría muy enojada conmigo por estar más optimista, por haber construido una vida distinta a la que ella ve como inevitablemente hostil. Ella habla desde un duelo que todavía no encuentra forma y desde un mundo que parece sellado. Yo hoy estoy en otro lugar emocional, y eso genera distancia.

Con las mujeres de Casas vacías siento algo distinto: no es rechazo, es respeto. Son personajes atravesados por un dolor y una intemperie que siguen existiendo y siguen siendo reales para muchas mujeres. Yo, con la vida que tengo ahora, no tendría nada que enseñarles. Su mundo es otro. Lo único que puedo hacer es observarlas con cuidado, como una mirada que acompaña sin apropiarse.

¿Qué descubriste de ti al narrar el cansancio y la carga de los cuidados?

El primer borrador de Casas vacías lo escribí cuando mi hija tenía seis meses y yo estaba atravesando una migración bastante sola. En ese momento no sabía que estaba escribiendo sobre mí. Lo entendí años después, cuando escuché el texto en teatro y oí a otra mujer darle cuerpo a esa voz. Ese espejo fue brutal: reconocí allí mi propio cansancio, la soledad de maternar lejos de la red que te sostiene, y también la ternura y la ferocidad que aparecen cuando una cuida.

Con el tiempo he visto que la conversación sobre cuidados es una disputa política. Ahora que las mujeres podemos separarnos, sostenernos, rehacer nuestras vidas, hay hombres apropiándose del discurso feminista para reclamar lo económico, para presentarse como “los que cuidan”. Es un contraataque al intento de autonomía. Las mujeres que deciden vivir fuera del guion tradicional están pagando costos emocionales y materiales muy altos. Y sin embargo, seguimos. Lo que se está reconfigurando es profundo: es una lucha por quién sostiene la vida y quién la administra.

¿Cómo conviven en ti el feminismo de Europa y el de América Latina?

En España, muchas veces digo que no soy feminista porque no quiero entrar en ciertas conversaciones sobre igualdad que implican asumir las mismas formas de opresión que han sostenido a ese modelo de vida: jornadas laborales extensas, precarización emocional, productividad como identidad. No quiero eso. No quiero ser “igual” a un hombre en un sistema que está colapsando.

Pero cuando estoy en México y me preguntan si soy feminista, la respuesta es absolutamente sí. Aquí la conversación no es sobre quién gana qué puesto, sino sobre sobrevivir, cuidar el territorio, asegurar la autonomía para vivir una vida digna. En América Latina, el feminismo sigue siendo una pregunta por la vida. Eso es lo que me importa. Si me invitan a una revolución, es económica o no es revolución.

 ¿Te incomoda que se espere que la literatura mexicana escriba desde la herida?

No, ya no. En algún momento sí me molestaba, pero ahora me da igual. Ni escribo para agradar ni para cumplir ese imaginario de “la literatura mexicana dolorosa”. Si ni siquiera escribimos para nosotras mismas (escribimos para entender algo que nos atraviesa) menos vamos a estar escribiendo para los mercados o para lo que esperan desde fuera.

Lo que creo que sí se está perdiendo, especialmente en Europa, es la posibilidad de aprender de América Latina. Tenemos una imaginación política y de supervivencia enorme: redes de cuidado precarias pero vivas, estrategias para seguir adelante incluso cuando el Estado falla. Si esas herramientas se aplicaran allá, en ese estado de bienestar que está a punto de colapsar, podrían ganar derechos en lugar de perderlos. Pero primero tendrían que aceptar que hay mundos más allá del suyo, y eso todavía no lo quieren ver.

En tus libros, amor y violencia aparecen entrelazados. ¿Crees que seguimos aprendiendo el amor desde el dolor?

No, yo creo que el amor en sí es violento. La forma en que nos enseñaron a amar normaliza mucha violencia dentro de las relaciones, sean monógamas o no. Relacionarte con otra persona ya implica un choque, porque los seres humanos tenemos una violencia aprendida que usamos cuando necesitamos sobrevivir o defendernos. Eso está ahí.

Lo que creo que tenemos que hacer —y que ya estamos empezando a hacer— es dejar de pensar que las relaciones son fijas. Las relaciones se transforman, aunque no queramos. En lugar de buscar reconocimiento en la otra persona, habría que preguntarnos qué podemos construir juntas, qué crecimiento puede salir de ese vínculo. El conflicto va a existir, siempre, pero no tiene por qué ser para destruirnos, sino para transformarnos.

¿En Ceniza en la boca, por qué poner el foco en las mujeres migrantes que cuidan y sostienen la vida?

Vivía en un barrio donde, en el parque, veía a mujeres latinoamericanas o asiáticas cuidando a niños españoles rubios de familias de clase media alta. Verlas uniformadas, siguiendo los deseos de un niño de cuatro años que sabía que tenía poder sobre ellas, me generaba una incomodidad enorme en el cuerpo. Me preguntaba por qué eso me impactaba ahí si en México sucede todos los días. Y me di cuenta de que yo venía de una colonia trabajadora donde no tenía que presenciar ese nivel de explotación tan de cerca.

Lo que me inquietaba era esa pregunta: ¿por qué yo sí puedo tener una vida digna y ellas no? No era culpa, era incomodidad ética, corporal. Y también escuchar cómo algunas empleadoras hablaban de esas mujeres, como si pudieran disponer de su tiempo, su cuerpo, su vida. Eso fue lo que me llevó a escribir desde ahí.

De hecho, la narradora no iba a ser trabajadora doméstica en el primer capítulo; eso apareció después, cuando entendí que la historia necesitaba pasar por ese cuerpo, por ese trabajo, por esa desigualdad visible. Ahí estaba el nudo. Ahí estaba la verdad.

Ahora que se adaptará al cine, ¿qué pediste que se cuidara en la adaptación de Ceniza en la boca?

No pedí nada. No di ninguna indicación. Creo que cuando una crece como autora también aprende a soltar y a dejar que otras personas hagan su interpretación. He visto muchas adaptaciones, muchas ventas de derechos que luego no prosperan o se transforman completamente, y he aprendido a no aferrarme. Cuando Diego Luna compró los derechos, lo que sentí fue: ya tengo mi libro. La película será otra cosa, otra mirada. El libro sigue siendo el libro.

Para mí, lo más interesante es precisamente eso: que una historia que yo escribí haya tocado a alguien lo suficiente como para querer volverla cine, teatro o cualquier otra cosa, como ocurrió con Casas vacías.

Me encanta la idea de que la cultura funcione como una conversación donde alguien crea algo, otra persona lo toma, lo siente y lo transforma. Me siento honrada de ser parte de ese flujo. Incluso cuando lectores me escriben cartas imaginando lo que Diego no contó, lo vivo como el mismo gesto creativo. Esa es la parte más bella: que las historias sigan moviéndose y cambiando de manos.

¿Cómo vives el racismo siendo mexicana en Europa, y qué cosas ves allá que acá seguimos sin nombrar?

He vivido el racismo toda mi vida, no solo en Europa. Incluso antes de migrar, ya lo había experimentado en México, particularmente desde un racismo profundamente clasista que atraviesa todo. A veces, mientras le cuento esas anécdotas a mis hijas, me doy cuenta de lo brutal que era y que yo lo normalicé. Por eso, cuando alguien intenta explicarme cómo funciona el racismo en México, pienso: lo he vivido en carne propia desde siempre.

En España, claro que también lo he sentido: hay momentos en los que te das cuenta de que no te ven como igual. Pero llegué en el momento y con las personas adecuadas, en un contexto en el que Casas vacías empezó a circular y los medios me dieron espacio para hablar. No es que no exista el racismo allá; es que mi vida allá, en muchos sentidos, se volvió más habitable.

Lo que sí me impresiona es que el racismo que más me ha dolido es el racismo entre mexicanos, sobre todo el de clase alta, que reproduce jerarquías y violencias que en España se me hicieron más evidentes. Y al mismo tiempo, en España veo una violencia mucho más sutil: esa idea de que si no se ha hecho algo antes, entonces es imposible.

Esa falta de imaginación política. Mientras que en México, por duro que sea el contexto, las mujeres mexicanas hemos aprendido a sobrevivir, a inventar salidas, a sostener la vida incluso cuando no hay nada.

Por eso digo con orgullo: yo todo lo que soy, las herramientas que tengo para defenderme y para crear, las aprendí de las mujeres mexicanas. En Europa lo digo todo el tiempo: soy feliz de venir de ahí. Y también quisiera que todas las mujeres de aquí pudieran tener la posibilidad de vivir con la dignidad y la tranquilidad que yo logré encontrar afuera.

¿Qué temas te convocan hoy, incluso aunque duelan?

Ahora mismo lo que más me ocupa es la necesidad de seguir siendo autónoma económicamente. Todo lo que hago, lo hago pensando en que mis hijas tengan lo que necesitan, en no depender de nadie. Pero, al mismo tiempo, estoy en un punto en el que quisiera quedarme callada un tiempo. Siento que hay algo del mundo que no estamos entendiendo, algo que se está moviendo por debajo y que no estamos mirando.

Leí hace poco un artículo sobre cómo se está construyendo una economía basada en tecnologías que está alimentando movimientos de odio muy fuertes en Estados Unidos, y cómo eso se está trasladando a Europa y probablemente también a América Latina. Y me di cuenta de que no sé bien qué es ese fenómeno, quiénes lo sostienen o por qué se está normalizando tanto en discursos como los de Musk o Trump. Sentí que me estoy perdiendo algo importante.

Mientras el mundo se está cayendo, seguimos hablando de lo mismo, de lo que es cómodo, de lo que ya sabemos decir. Pero las preguntas urgentes están en otra parte. Creo que estamos en un momento en el que podemos hacer lo que queramos con los escombros, porque en América Latina ya sabemos cómo sobrevivir al desastre. Y yo quisiera detenerme a observar eso: qué está cambiando y hacia dónde.

Por eso tengo ganas de guardar silencio un tiempo. No hablar de literatura. No repetir conversaciones. Sino mirar. Ver con calma. Entender.