Cristina Rivera Garza no escribe desde un solo lugar, sino desde una multiplicidad de territorios: la memoria, el duelo, la violencia, la ternura. Reciente ganadora del Premio Pulitzer 2024 por El invencible verano de Liliana —una obra conmovedora sobre el feminicidio de su hermana—, la autora mexicana regresa con Terrestre (Random House, 2025), un libro que, entre viajes reales y simbólicos, explora las formas en que las mujeres jóvenes resisten en un país atravesado por la violencia.

En esta entrevista, la autora comparte cómo la experiencia del feminicidio de su hermana transformó su manera de estar en el mundo, y cómo la literatura se ha vuelto su modo de hacer preguntas al pasado y de imaginar futuros posibles. Habla también del lenguaje como un vehículo que nos permite encarnar otras vidas, otras pieles, otras memorias: “Cuando leemos algo, en realidad olemos, vemos, tocamos; estamos ahí, en los proverbiales zapatos de otro cuerpo”, dice.

También reflexiona sobre el papel del cuidado frente a la violencia, y la escritura como un espacio de complicidad y transformación. Nos invita a pensar cómo, en un país marcado por el feminicidio y la precariedad, la resistencia puede encontrar en la amistad, el viaje y la palabra, formas renovadas de existencia y esperanza.

En tu obra y en entrevistas has hablado del feminicidio de tu hermana como una herida profunda que ha atravesado tu vida. ¿Podrías compartirnos cómo esa tragedia ha moldeado no solo tu camino personal sino tu forma de entender la escritura como acto de resistencia y memoria?

Intenté por mucho tiempo escribir este libro, sin nunca lograrlo del todo. Me faltaba hacerme todas las preguntas que tuve que formular para escribir Nadie me verá llorar (¿Tengo yo, dentro de mí, la profundidad emocional como para honrar la historia de esta mujer—Modesta Buirgos, en ese caso, la interna de la Castañeda? ¿Es un expediente una carta con el destinatario equivocado? ¿será la novela una manera de responder a las preguntas que plantean los documentos históricos?), La muerte me da (¿será posible escribir sobre la violencia sin caer en la violencia del lenguaje mismo?), El mal de la taiga (¿Hasta cuando se puede uno alejar siendo todavía entendible?), Autobiografía del algodón (¿Tiene memoria la tierra? ¿Puede un cultivo como el algodón hablar también con o por nosotros en la historia de la frontera?). 

Son ejemplos, claro está. Las preguntas son muchas, y todas y cada una de ellas fueron fundamentales para enfrentar, en su debido tiempo, el archivo personal de Liliana, al que he llamado ya en varias ocasiones su archivo de los afectos. Así pues, en muchos sentidos, el proceso de des/aprendizaje gracias al cual pude escribir El invencible verano de Liliana fue, al mismo tiempo, el proceso a través del cual me volví escritora. Fui así entendiendo que la escritura no es una vocación individual ni aislada, sino una práctica colaborativa en la que, a través del lenguaje, nos encargamos de revisar el pasado y el futuro, proponiendo con la imaginación mundos inéditos. 

En Terrestre hay una exploración muy potente del territorio. ¿Cómo dialoga en tu libro esta idea del territorio con la violencia que ha marcado tu historia familiar y con la violencia que afecta a tantas mujeres en México?

La presencia de las mujeres en el espacio público ha sido siempre una disputa, históricamente hablando. La mal llamada “Guerra contra el Narco” vino a arrebatarnos el territorio y a recrudecer las limitaciones de las mujeres en ese espacio. En Terrestre nos movemos en sentido contrario y de manos de la libertad porque sí, esto también es cierto, a pesar de las limitaciones y los castigos, mujeres de muy diversas generaciones han explorado sus entornos con arrojo y valentía, curiosidad, ánimo, goce. No sin peligro o miedo, pero a pesar del peligro y el miedo. 

Se trata de estrategias de resistencia que haríamos bien en tener presente y reactivar en nuestros propios contextos. De otra manera no nos podríamos explicar cómo en un país donde hay índices vergonzantes de impunidad, especialmente en lo que se refiere a violencia de género y feminicidio, existe también una movilización amplia y voraz de feministas, y  mujeres en general, cuestionándolo todo, reclamándolo todo, especialmente justicia e igualdad.  

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La amistad y el viaje aparecen como fuerzas creativas que no solo son geográficas, sino también internas y emocionales. ¿Cómo influyeron estas experiencias en tu proceso de escritura y en la construcción de los personajes de “Terrestre”?

No se trata de los viajes del agente del imperio que clasifica a los súbditos de sus colonias. No son los viajes del turismo, que tratan de reproducir sus ambientes familiares en otras latitudes. Tampoco son viajes instagramáticos, más preocupados por el registro que por la vivencia. Los desplazamientos de Terreste, para empezar, no se llevan a cabo a solas, en las glorias del así llamado individuo. 

Son recorridos por la tierra y por la amistad. Aquí la amistad es un tópico pero también un estilo—el que nos exige una escritura al menos bicéfala en la que todo excede a la experiencia individual. La noción más bien tradicional del personaje exige un exhaustivo conocimiento del individuo, ¿cierto? Como si todo “personaje” en particular no fuera una suerte de relaciones y combinatoria de relaciones.

Estos personajes no son individuas, sino dividuas, personas atravesadas por tanto y por todo. Viajar de verdad es incómodo. Viajar así nos coloca con frecuencia al abismo de afuera y de adentro. Uno siempre es otro después de un viaje así.

Has mencionado en entrevistas que en Terrestre buscaste escribir “como soltándote el chongo”, una escritura más libre, menos contenida. ¿Cómo fue ese proceso de liberación creativa para ti, y cómo se relaciona con la necesidad de dar voz a lo que suele ser silenciado?

Tal vez todo se deba a que me tardé en darme cuenta que estaba escribiendo un libro. Andaba yo en esas épocas trabajando en un proyecto largo que me ha dado algunos dolores de cabeza. Poco a poco, fui trabajando en estos textos, más por placer, por puro gusto, sin pensar en su propio futuro. Luego, cuando ya supe que esto podría ser un libro, seguí con el mismo registro.

Cada texto tiene un nudo que solo puede ser desatado con su propio estilo. Así la forma y el fondo, inextricables, se vuelven cómplices de lo narrado. Uno no da voz, por lo demás. Uno pone atención, mucha, demasiada, toda la atención, y luego trata de forjar un espacio donde lo escuchado puede reverberar más allá. Y te toque. 

La violencia en México limita la movilidad y el deseo de habitar libremente, especialmente para las mujeres jóvenes. ¿Cómo crees que la literatura puede abrir espacios para imaginar otras formas de habitar, resistir y existir frente a esas restricciones?

La escritura trabaja de cerca con la imaginación y, si algo nos enseña la imaginación, es que todo puede siempre ser de otra manera. No sé si peor o mejor, pero de otra manera sí. De ahí la infinita capacidad crítica de la escritura. No hay metas ni principios ni instrucciones. Está aquí ese aire que, con suerte, alguien más querrá respirar. La luz que alguien querrá sentir sobre su piel. La sensación abrumadora de la libertad

En tu experiencia como hermana, mujer y escritora, ¿cómo encuentras el equilibrio entre la narración que dignifica y visibiliza el feminicidio y el cuidado de tu propia salud emocional para no revictimizarte?

Eso lo fui aprendiendo en el camino y a trompicones. La que soy ahora habría tomado más precauciones que la que fui entonces, cuando decidí escribir todos estos libros. ¿Pero habría escrito esos libros esta mujer que sabe cuidarse mejor? No lo sé. A veces extraño a esa atrabancada bronca muchacha que se atrevía a todo. A veces me digo, que bueno que se toma ahora un respiro. Estoy, por otra parte, muy cerca de mi familia—mi padre acaba de fallecer hace poco y me alegra haber estado cerca y cuidado de todo el proceso. 

Me gusta la responsabilidad de cuidar de mi madre ahora—nos la pasamos muy bien, es una tipa dicharachera y generosa. Y lo mismo digo de mi esposo e hijo—los quiero, claro, pero sobre todo me caen bien. Estoy cerca de mis amigas; de hecho, no sé qué haría sin ellas. Y de mis amigos. Por donde voy trato de formar esas comunidades esporádicas que nos permiten seguir en el camino. Hay que construir, decía Milorad Pavic en una inolvidable novela que cuyo título he olvidado ya. Por donde vayamos, hay que construir; cada tres paradas, hay que construir. De eso se trata. 

¿Qué mensaje esperas que las lectoras lleve consigo después de adentrarse en Terrestre y en el diálogo que abres sobre la violencia, el duelo y la memoria? ¿Qué te gustaría que esta obra transforme en quienes la leen?

Lo que he comprobado en las pocas veces que he hablado en público de este libro es que hemos viajado más de lo que decimos. Nos hemos arriesgado continuamente, y la hemos librado. Hay tanta energía en esos recorridos como recuerdos. Estamos todas listas para dar el salto. No hay mensaje. No hay creencia. No hay instrucción. Hay, si hay algo, complicidad. Ven, vayamos, se puede. Se ha hecho antes; se volverá a hacer ahora. Creemos las condiciones que hagan posible los desplazamientos nuevos

Frente a la violencia y la precariedad, ¿qué posibilidades de transformación y resistencia abre la escritura para ti, especialmente en contextos donde el cuerpo y la autonomía femenina están tan amenazados

¿Qué queda del otro lado de la violencia? El cuidado. Ejercer el cuidado en sus múltiples y cambiantes formas (yo he dicho, por ejemplo, que la investigación es la forma de cuidado que requiere toda escritura) hace mella en la violencia.

El cuidado por los propios y los próximos, el cuidado por la casa y la tierra, el agua, el sueño, lo que vendrá. El cuidado que podemos brindar y el que podemos aceptar no solo como personas sino en tanto comunidades.

Finalmente, en tu experiencia, ¿qué papel tiene el lenguaje y la forma narrativa para crear esa experiencia compartida que “le pase algo a un cuerpo que no es el mío”, como mencionaste?

Lo que la escritura brinda de manera particular a la conversación pública es el énfasis sobre lo concreto. Otras disciplinas o prácticas hacen otras cosas, con distintos niveles de abstracción, pero la escritura apela a nuestros sistema de percepción gracias a su habilidad para manejar los aspectos más concretos del lenguaje. Por eso cuando leemos algo, en realidad olemos y vemos, tocamos, estamos ahí, en los proverbiales zapatos de otro, que es otro cuerpo.

Este proceso de transmigración o de magia, este milagro vivo, es lo que la escritura puede hacer, en sus mejores momentos. Y no es poca cosa.