Una clase que impartí sobre familias, paternidades y vejeces me ha dejado pensando. La fragilidad de la vida y nuestra fundamental interdependencia, muchas veces se enfrentan a obstáculos y fronteras invisibles derivadas de la división sexual de la realidad; y con ello, la injusta distribución de los privilegios y los perjuicios, de las cargas y las responsabilidades.
Me es complicado encontrar rastros o ejemplos en mi vida, sobre todo en mi infancia, en donde la masculinidad no sea una expresión de dominio, una demostración de autoridad, aún más difícil, un refugio donde abrazar mi historia.
Por allá del 2006, en mis últimos semestres de la carrera de Psicología, era momento de ir seleccionando las materias del área en la cual te vas a especializar. A mí, las ganas y créditos me dieron para tres áreas: Social (en donde finalmente anclé mi tesis); Experimental (que contenía materias de mi interés, pero inclasificables en otras áreas, como Psicología del Arte o Hermenéutica) y, por último, Clínica (la más taquillera y típica del oficio). Normalmente, se escogen todas las materias de una misma área, pero siempre he sido más ecléctico.
La anécdota que les quiero contar surge de la clase de Psicodinámicas de Grupo del área Clínica, una materia mitad taller vivencial y mitad revisión metodológica, que a su vez se dividía en módulos según la línea teórica en turno: Cognitivo Conductual, Terapia Sistémica, Psicodrama… En el módulo de Terapia Gestalt, la profesora nos dejó una tarea muy particular: abrazar un árbol. Más allá de las risas nerviosas e incrédulas, nos llevamos a casa la misión de abrazar un árbol de nuestra elección y reportar de vuelta al salón nuestra experiencia.
Colorín colorado
Yo sentía personal afinidad con los árboles desde siempre, pues había un colorín en el jardín de casa de mi abuelo donde crecí. Este ser majestuoso que cubría con sus copas nuestro jardín fue muchas veces mi único amigo, guarida en las alturas y el mejor puesto para ver la tarde pasar. Un árbol me había enseñado la dimensión vertical de los muchos juegos que caben en la imaginación. A la fecha, recolecto semillas de ese árbol mexicano que fue y es parte de mi infancia, símbolo de mis recuerdos y conexión con la tierra donde nací, donde me paro.
Los colorines son unas semillas coloradas que vienen en vainas y que se acompañan de una flor de pétalos únicos; me atrevo a aseverar que esos pétalos fueron espadas arabescas en mil batallas de otrora para mis ojos de niño.
Siempre les he atesorado, a estos colorines, como un buen augurio, rastro insospechado de un árbol fuerte y grande que se esconde en lo diminuto de una semilla, todo un mundo en el que un niño se trepa para observar lo cotidiano, un poco ajeno y distante, pero aterrizado hasta la raíz.
Además, los colorines pueden enlazarme a lo que yo más valoro: con mi familia de origen (mi madre y mi abuelo, ya fallecido), con mí presente desde el intento de desarticular los mandatos de género heredados, y con el futuro, esa finitud que nos habita y amplía el horizonte.
Epifanías cotidianas
De vuelta a mi tarea de Psicología, decidí entrar de lleno y comencé con una larga caminata en busca del árbol adecuado. Tras un par de colonias y algunos parques, por fin hallé el indicado.
Se trataba de una jacaranda bastante ramificada, frondosa y grande que me invitaba a subir. No era sencillo, pues la primera bifurcación de la cual asirse estaba alta y llegar hasta ella comenzó a llenarme de miedos y pequeñas tragedias la cabeza, “¿y si me caigo y me lastimo? Estoy lejos de mi casa, ¿cómo me voy a regresar?”.
Pese a que el riesgo fuera real, sentía que la angustia provenía de pensamientos intrusivos menos racionales de lo que parecían. Seguí subiendo, con miedo, hasta que me pareció que ya no podía subir más.
Desde ahí, vi que una niña y un niño jugaban con una pelota, la niña tomaba la pelota y se la llevaba a la boca, como tratando de inflarla, y en mi mente una vocecita insidiosa decía “pero si la pelota estaba en el piso sucio y la niña ahora la está chupando…”.
¿En qué momento de mi vida me habían comenzado a llegar esas ideas, esos esquemas de vida adulta que me estaban atando al suelo y ordenando mentalmente? En eso estaba cuando llegó una enfermera empujando a un anciano en su silla de ruedas, ahí, a respirar vida al mismo parque de los juegos infantiles y los árboles.
Fue toda una pequeña gran revelación para mí, en aquel entonces de 22 años, sobre lo efímero de la vida y la importancia de aprovechar nuestro escaso tiempo.
Yo lloré mucho arriba de ese árbol, lloré como en un duelo por un niño interior que se me escapaba y por las señales claras de que esto me recorría, ¿sería reversible? No sé cuánto tiempo pasó, pero al bajar del árbol, me sentía diferente que al subir. Le di un fuerte abrazo a ese árbol, con profundo agradecimiento por la lección recibida.
Recuerdo que conté mi experiencia en clase, pero más recuerdo que le conté a mi terapeuta lo ocurrido. Le dije que no sentía que el mundo exterior me estuviera "hablando" a través de esa serie de escenas, sino que yo había visto lo que necesitaba ver, cuando pude y quise verlo, eso, nada más y nada menos.
Quiero recuperar esta anécdota porque conecta con un sentir presente en el que estoy dudando de lo que sé y de lo que he aprendido, sobre todo en cuanto a esos aprendizajes y mandatos de género.
Siento que debo ver con otros ojos, ver con consciencia crítica esa historia mía llena de contradicciones, duelos y verla con esperanza.
Recientemente, vuelvo y observo estas semillas de colorín. Pese a que es la misma especie de árbol de donde provienen, no puedo dejar de observar sus muchas diferencias visuales: ninguna semilla es igual a la otra.
Aún recolecto esas semillas de vez en vez, cuando siento que ocupo un augurio de tiempos mejores, de que las cosas fluyen y maduran, de que yo también soy un ser cambiante. No tengo manera más inocente y menos pretenciosa de desnudar mis dolores y mis hallazgos, mis deseos y mis sesgos, mis memorias y mi presente.
Ese gesto íntimo es también un reflejo de mi habitar la masculinidad y del mundo más justo e igualitario que deseo contribuir a crear.