Hace unos días, Miranda! volvió a ocupar un lugar entre las canciones más escuchadas en Argentina (y América Latina). La razón fue sencilla y extraordinaria a la vez: cantaron “Tu misterioso alguien” en La Voz Argentina, y el público —jóvenes, adultos, quienes los descubrimos en los dosmiles— se vino abajo. La emoción era real. Casi física. Como si no se tratara solo de música, sino de un reencuentro con nosotras mismas.

Y quizás lo era.

Mucho se ha dicho ya sobre la “nostalgia millennial”, esa melancolía que nos empuja a ver caricaturas de nuestra infancia, reencontrar viejos amores de Messenger, o comprar entradas para ver a Belanova en vivo como si fuera una urgencia emocional. Pero lo de Miranda! no se explica únicamente por nostalgia. Lo que está pasando es otra cosa: es el regreso de una generación que empieza a mirar con ternura su propia rareza. Y a celebrarla.

Cuando Miranda! apareció, era imposible etiquetarlos del todo. ¿Electropop queer? ¿Canciones para llorar bailando? ¿Comedia romántica con teclado y lentejuelas? No lo sé. Y eso era parte de su poder. Porque en una industria que premia la fórmula y castiga la diferencia, Miranda! hizo algo insólito: ser fiel a sí mismes. No adaptarse. No corregirse. Y aún así, conquistar los charts.

Juliana Gattas y Ale Sergi no buscaban parecerse a nadie. No lo necesitaban. Su autenticidad era su propuesta. Cantaban letras dramáticas, trágicas a veces, disfrazadas de pop radiante. Hablaban del deseo, del abandono, del amor que no se corresponde. De la ansiedad y la codependencia, con melodías que parecían diseñadas para el dancefloor. ¿Cómo no íbamos a conectarnos?

Hoy, verlos volver sin haberse reconfigurado a la estética actual (ni por fuera ni por dentro), se siente como una lección. Una declaración de principios. Y no están solos. Pasa algo parecido con Cristian Castro, quien fue blanco de burlas por años, pero que ahora —al dejarse ver en todo su excéntrico, hipersensible, casi performático ser— comienza a ser leído como lo que creo que siempre ha sido: un artista honesto. Que no pide permiso para ser ridículo. Que no teme al exceso. Que nos canta y habla como si le rompieran el corazón cada semana pero recordándonos que todo pasa.

Estamos empezando a reivindicar a las artistas que no se amoldaron, que no se suavizaron para gustar. Que no eran “fáciles de vender” pero fueron, para muchas de nosotras, el único lugar donde nos sentimos vistas. Porque cuando una generación crece sintiéndose demasiado intensa, demasiado queer, demasiado emocional, los ídolos que no fingían se vuelven refugio.

No buscamos nostalgia vacía. No se trata de repetir el pasado con filtros retro. Lo que anhelamos es reconocimiento. Queremos vernos reflejadas en la autenticidad. En la rareza sin disculpas. En la libertad que parecía inalcanzable cuando teníamos quince años.

Cuando cantamos a gritos “Tu misterioso alguien”, no solo volvemos a una canción. Volvemos a ese momento en que no sabíamos que la tristeza también se podía bailar. Que la belleza no estaba en encajar, sino en brillar con los errores a cuestas.

Hoy, por fin, lo sabemos.