Nos enseñaron que la violencia viene de fuera. Que hay un otro que grita, que golpea, que humilla. Y sí, claro que existe esa violencia directa, cruda, visible. Pero también hay, otra forma de violencia más sutil, más difícil de reconocer y normbrar: la que se instala dentro de nosotras. La que hemos aprendido a ejercer sobre nosotras mismas.
Es la violencia introyectada. Esa voz interna que juzga, que exige, que se vuelve nuestra propia carcelera. La que nos obliga a mantener un estándar inalcanzable de belleza, de productividad, de perfección. Esa que no descansa ni cuando estamos solas. Esa que dice: “No hiciste suficiente”, “No debiste decir eso”, “No eres buena madre”, “Todo lo haces mal”, “Que exagerada eres, quieres todo”.
Introyectar, desde la teoría psicoanalítica, implica incorporar dentro del yo elementos del entorno, especialmente de figuras significativas o del discurso social dominante. Cuando hablamos de violencias introyectadas, nos referimos a cómo las normas, estereotipos y exigencias impuestas desde el patriarcado se convierten en una voz interna que perpetúa la autoexigencia, el desprecio por una misma, el miedo al error y la búsqueda inalcanzable de una perfección que siempre queda fuera de alcance.
Es decir, no nacimos con esa voz. La aprendimos. Se construyó poco a poco, a través de mandatos, miradas, silencios, burlas, omisiones, mensajes sutilices y explicitos, en nuestras familias, en la televisión, los cuentos, la películas, etc.
Desde niñas, muchas veces sin saberlo, fuimos absorbiendo las expectativas que el patriarcado depositó sobre nuestros cuerpos, nuestras emociones, nuestra forma de estar en el mundo y ver la vida, de establecer nuestra escala de valores.
La psicoanalista Marie-France Hirigoyen dice que uno de los efectos más devastadores del acoso psicológico es que, con el tiempo, la víctima continúa el trabajo del agresor. Es decir, ya no hace falta que alguien nos violente: aprendimos a violentarnos solas. La violencia se volvió parte de nuestra voz interna.
Susan Bordo lo muestra desde el cuerpo: cómo los ideales de belleza y delgadez no solo nos son impuestos, sino que las mujeres los adoptamoscomo propios.
Ya no hace falta un vigilante externo: nosotras mismas nos disciplinamos, nos castigamos si no entramos en la talla correcta, si no somos “deseables”.
Marcela Lagarde habló de los “cautiverios” de las mujeres, entre ellos el del amor romántico. Nos enseñaron a amar desde la subordinación. A creer que valemos si somos elegidas. Que si una relación se termina es porque fuimos insuficientes.
Introyectamos el mandato de complacer, de callar, de ser “buenas” mujeres: buenas hijas, hermanas, novias, esposas, etc.
Y así, sin darnos cuenta, muchas veces perpetuamos dentro de nosotras la misma lógica violenta que afuera intentamos combatir.
Reconocer esto no es para culparnos, sino para liberarnos. Porque solo si escuchamos esa voz, si la cuestionamos, si le ponemos nombre, podemos empezar a desmontarla. Y en ese gesto, pequeño pero radical, abrir espacio a otra voz. Una que cuide, que abrace, que acompañe. Una que no repita el mandato patriarcal, sino que nos permita construir desde la libertad.
Porque lo más confuso de la violencia introyectada es que deja de parecer violencia. Se vuelve hábito, sentido común, exigencia normalizada. Se disfrazade autoexigencia, de “salud y bienestar”, de “amor propio” mal entendido, de esa constante necesidad de mejora que nunca alcanza. ¡De falso empoderamiento!
A veces incluso se disfraza de voz sabia que “quiere lo mejor para ti”, cuando en realidad repite el mismo desprecio que aprendiste desde fuera.
Por eso, desmontar la violencia introyectada es un proceso largo. No basta con identificarla una vez. Se trata de ir afinando la escucha, el pensamiento crítico. Distinguir qué voces vienen de ti y cuáles se te metieron sin darte cuenta. Cuáles te invitan a crecer y cuáles te mutilan bajo la promesa de una versión “mejor” de ti misma.
Este trabajo es también político. Porque cuando dejamos de creer que lo que sentimos es una falla individual y vemos que forma parte de una estructura más grande, podemos empezar a desarmarla, desmontarla, deconstruirla. Y eso también es resistencia y posibilidad.
Escribir, hablar, escuchar a otras mujeres, crear redes, cuestionar, no solo ayuda a sanar: ayuda a transformar. Porque cuando una nombra algo que parecía innombrable, abre el camino para que otras lo nombren también.
Quizá nunca logremos silenciar del todo esa voz, pero sí podemos ir bajándole el volumen, darle menos importancia, reconocer de dónde viene y darnos cuenta que no es real, que es una construcción. Y entonces, en el espacio que deja, empezar a construir una nueva forma de habitar el cuerpo, los vínculos, la vida. Una forma más libre, más amorosa, más compasiva, más nuestra.
Algunas preguntas que pueden ayudarnos a pensar en este tema son:
- ¿Qué voces resuenan en mi cabeza cuando me equivoco?
- ¿A quién le pertenecerían originalmente esas exigencias?
- ¿Cómo se manifiestan hoy esas violencias que ya no necesitan de un agresor externo?
- ¿Qué pasa cuando nos damos cuenta de que estamos perpetuando internamente las mismas violencias que rechazamos afuera?
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