Llevo varios días buscando el tema para esta escritura. Pienso, pienso y pienso, y no llega nada. Trato de evocar ideas incluso con el cuerpo, los afectos y la memoria, y sólo se manifiestan puros vacíos, pausas, hojas en blanco. Trato de salir a dar paseos, tener experiencias, acostarme por ratos para que el descanso de lugar a esa cosa extrañísima que llamamos “productividad”. Pero no se produce nada de nada, o por lo menos, no “algo” que se muestre reconocible.

Entonces me rindo. 

Y vencida, decido habitar ese vacío. Me tiro sin más al sillón, con los ojos cerrados a que pase el tiempo. O me dejo atravesar la ciudad en el transporte público sin llenar mi cabeza de miles de gestiones mentales que usualmente realizo para aventajar el trabajo.

Simplemente, me dejo estar en las sillas apretadas de los peseros, y con un poco de suerte, hasta escucho a unos pajarillos cantar por ahí, perdidos entre los ruidos y el smog. Así, me voy dejando sentar en el parque, hablar por teléfono, hacer las compras, sin preocuparme ni ocuparme de una cosa más que, justo, la que estoy haciendo en ese momento.

Y entonces ahí, en el vacío, por fin ocurre. No un tema tal cual, sino el “no tema” que me lleva al tema importante, que me devuelve a mí misma, pero a una “misma” distinta pérdida en mi transitar dinámico por la vida. Así, puedo sentir, como dice la filósofa Anne Dufourmantelle en su libro El elogio del riesgo, que “Estar en suspenso es volver a la penumbra, a un punto de relativa ceguera y de cierta forma mantenerse allí. Porque al mantenerse allí aparece otra cosa, otro límite, otra orilla”.

Y yo, en mi propio suspenso, todavía no veo otra orilla. Pero si me encuentro ciega, con un cuerpo y una mente que sí perciben, pero que no miran.

Y es que esa ceguera no es sólo física, también es simbólica: un sin sentido, un no propósito, una falta de dirección de cualquier cosa. Pero más que eso, es un desconocimiento  y un no conocido. Respiro profundo, y con un poco de angustia, pero también mucha curiosidad, conjuro los impulsos de abrir los ojos y de ponerme a hacer cosas, a sacar pendientes, a buscar un tema de escritura.

Respiro y con ese mismo miedo me dejo seguir ciega, ignorante, que en este punto parece casi lo mismo, donde me voy dando cuenta, como dice la misma filósofa, que en el suspenso “no existe ninguna necesidad de decidir, sino de dejarse advenir”.

En mí, todavía no adviene nada. Pero encuentro entonces más vacío, más espacio, que se empieza sentir como una parada bajo la lluvia, tan pausada, tan inerte que casi me van dejando sin la posibilidad de apalabrar, que promete disolverlo todo, incluso el lenguaje.

Y en ese suspenso, casi me duermo. 

Más bien, sí me duermo, y me doy cuenta porque despierto. Abro los ojos, suspiro para volver al mundo de lo consciente y la orilla que por ahora no encontré se convierte en un cielo azul, con nubes muy blancas que se asoman por mi ventana. Y con una claridad muy borrosa, comienzo a entenderlo: el suspenso era en sí mismo lo esperado, la orilla tal cual.

La posibilidad de poder escaparse, aunque sea por unos momentos, de una vida siempre ajetreada, siempre estresada, presionada y auto-presionada. La posibilidad de vivir bajo una perspectiva que le dé tiempo al tiempo, espacio a lo que existe y al deleite de habitarlo.

Es decir, como una práctica vital, ética y política de resistencia a una existencia individual y colectiva raptada por ideas crueles de productivismo.

Así, como dice Anne Dufourmantelle, el suspenso se despliega como un aprender a “Rezagarse allí donde se mueve el pensamiento, es decir también la emoción. No destruir nada, observar, pacificar. Dejar (...) explayarse, deshacerse de sus escorias. Entonces el mundo se aliviana”, dice ella. Y entonces también el mundo se vive, se habita, se salvaguarda, se recupera. Y nosotras en él.