Por mi abuela soy feminista, pero no porque ella lo fuera, sino que, escuchándola me di cuenta de que algo en sus ideas no empataban con las mías, sea cuales fueren a mis 10 años.

Desde entonces y hasta ahora se me ha cuestionado, se me ha impuesto el feministómetro, tildándome de basada, de activista de celular o de feminista blanca, siempre cuestionando, siempre en burla. Con el tiempo he construido mi propia idea de lo que el movimiento feminista me (re)significa y siempre termina en el mismo punto de inicio: el repudio al sistema patriarcal, a esa subordinación e invisibilización de las mujeres y a lo considerado como ‘femenino’, con respecto a los varones y lo ‘masculino heteronormativo’. A ese sistema que crea una situación de desigualdad estructural y que es el origen de múltiples violencias, desde las ejercidas en un corporativo, los abusos físicos en casa, hasta los crímenes de guerra, por nombrar sólo algunos.

A mis 38, he sido testigo de la era del #MeToo, el nacimiento del 8M como un tsunami, la lucha contra todas las formas de violencia contra las mujeres, el repudio a las manadas y la incorporación de la interseccionalidad. El nacimiento de las redes sociales como nuevos canales de lucha y el reconocimiento de distintos feminismos. “Ni una menos”, “Vivas nos queremos” y el “Yo sí te creo” como consignas de lucha. Desde el 2017, de norte a sur, he visto a las morras, parceras y pibas subirse en la Marea Verde por la despenalización del aborto.

Hemos pugnado por la muerte del amor romántico, por desmontar el techo de cristal, por combatir los estereotipos de género, y hemos alcanzado victorias importantísimas como la Ley Olimpia, la Ley Ingrid, la Ley de menstruación digna, la creación de Registro de agresores sexuales y de deudores alimentarios morosos.

Sin embargo, estamos ante un gobierno que continúa estigmatizando el movimiento feminista, en una época en la que las jóvenes se identifican menos con él –por razones que requieren su propio espacio de reflexión–, las violencias contra con grupos vulnerables se agudizan y aún  faltan políticas públicas efectivas para abordar la desigualdad de género, además de la resistencia a los cambios por parte de sectores conservadores, quienes expresan un apoyo superficial para cumplir con las expectativas sociales, y donde los hombres y mujeres en el poder se resisten a los cambios, especialmente si creen que amenazan su posición de privilegio.

Hoy, sufrimos un revés que nos demuestra que el sistema continúa siendo patriarcal y que la justicia trabaja en favor de los abusadores y en contra de las víctimas. Hoy, el Tribunal de apelaciones de Nueva York revocó la condena por violación impuesta a Harvey Weinstein en 2020. Esto debido a que consideraron que el juez del histórico juicio del movimiento #MeToo perjudicó a Weinstein con decisiones incorrectas, como la de permitir que mujeres testificaran sobre acusaciones que no formaban parte del procedimiento. Como resultado, el tribunal ha ordenado un nuevo juicio.

Es importante tener en cuenta que, durante años, los “rumores” sobre el comportamiento abusivo del productor fueron “un secreto a voces”. De acuerdo con los fiscales, Weinstein empleó su influencia para coaccionar y abusar de mujeres, aprovechándose de la impunidad que su destacada posición en la industria le otorgaba, disfrutando de un poder casi ilimitado.

¿Qué tipo de justicia es esta en que las mujeres son revictimizadas una y otra vez? Más allá de la revocación, esta decisión es un reflejo de los problemas fundamentales en la forma en que el sistema, los medios de comunicación y la sociedad abordan la violencia contra las mujeres y las niñas. Junto con el caso de Epstein, Cosby y muchos otros, es un doloroso ejemplo de lo lejos que se debe llegar para que los hombres poderosos rindan cuentas por sus acciones.

"Esto un terrible recordatorio de que las víctimas de agresión sexual simplemente no obtienen justicia", dijo Katherine Kendall, una actriz que acusó a Weinstein de atraerla a lo que ella creía que sería una discusión laboral en 1993.

En 2017, las mujeres nos vimos obligadas a hablar públicamente, a crear un #MeToo porque la policía y las instituciones que supuestamente son las encargadas de protegernos han demostrado ser incapaces de manejar adecuadamente estos temas. Pero cuando lo hacemos, enfrentamos acusaciones de justicia popular, revictimización o a demandas por difamación.

Alentados por casos como este, que son invalidados debido a tecnicismos legales, los partidarios de los “derechos masculinos” abogan por la importancia de priorizar la posibilidad de que un hombre sea acusado injustamente, en lugar de atender la realidad de millones de mujeres que enfrentan violencia a manos de hombres sin consecuencias. Aunque las acusaciones falsas no son más frecuentes en casos de violación que en otros delitos, esta narrativa ha ejercido una influencia significativa en la opinión pública y, ahora, en el sistema judicial.

Fatima Goss Graves, directora ejecutiva del Centro Nacional de Derecho de la Mujer, dijo en una conferencia de prensa en Manhattan que “lo malo de las supervivientes es que somos muchas. Pero lo bueno de las supervivientes es que somos muchas”.

Hoy no es un buen día. Este caso ha demostrado que la justicia es difícil de alcanzar para las mujeres, pero también ha confirmado que nuestro activismo y solidaridad son la clave para lograrla. Solo nosotras podemos inclinar la balanza hacia la justicia ahora.