Terminar un año, iniciar el otro. Reiniciar, arrancar, entrar a las prisas, a las carreras, a las entregas. A las palabras indolentes de que la vida sigue, a pesar de todo. Indolentes, porque no quieren decir de verdad que la vida siga. Quieren recordarnos con una violencia voraz pero camuflada que lo que sigue es, de nuevo, sobreproducir. Atarnos a una vida que no es vida porque, para vivir la vida, no se deja lugar.
Reiniciar el año, reiniciar cualquier cosa, puede ser entonces un acto de resistencia, es decir, de vida plena. Puede ser la posibilidad de encontrar los resquicios para ir a otro tiempo, para inaugurar otro tiempo, para dejarnos vivir.
Escaparnos a los mensajes (¿a los mandatos?) que nos quieren arrastrar a una vida sin vida. Iniciar el año como un acto de resistencia puede ser darnos tiempo para sentir cada tiempo, para entender y aceptar el tiempo de cada ser.
Bajo estas consignas, nos escapamos. Vamos a pasear, a buscar las brisas, a pararnos en cada rayito de sol. A dejar el teléfono a un lado. A caminar porque sí. A permitirnos estremecernos de risa y de dolor. A darnos la mano mientras suspiramos profundo.
A recoger la casa con amor y con un ritmo lento que nos permita vivir cada movimiento. A ir encontrando poco a poco sosiego, descanso, sentido, comunidad y pertenencia para volver hacer y ser. A comer bocado a bocado y a volver a rehabilitar la sobremesa para platicar, para sentir la somnolencia del cuerpo saciado, de la pancita llena. Hasta que las fuerzas vuelvan y sintamos que ahora sí, es el momento de seguir, de avanzar y también de retroceder.
Me he puesto el propósito en cada uva de fin de año comida y no comida de no sucumbir a la punzada interna de que “si no hacemos mucho” no somos suficientes, no valemos nada. Una punzada que existe sólo bajo una ignorancia profunda de lo que sería “hacer mucho”, una ignorancia que se vuelve una condena y que nunca nos permite parar, porque no nos permite tampoco conocer ni sentir la bastedad.
Quiero iniciar entonces este año como otro tiempo en donde sepa que el camino de la vida no está escrito desde siempre. Que precisamos momentos para sentirlo, descifrarlo no sólo como un descubrimiento sino también como una elaboración y un reconocimiento de lo que se quiere y se puede ser. Quiero iniciar sabiendo que estar perdida es otra forma de saber estar en el movimiento mismo de la vida, confuso, complejo, pero que sólo en sus tramas diversas e infinitas nos muestra su generosidad.
Quiero tener, es decir, darme tiempo para abrazar a mis hermanas, a mi mamá, a mis tías, a todas las mujeres que me cuidan, a mi compañero, a mis amigas, a los seres gatunos que me han llegado para estar con mis cuidados.
Quiero tener tiempo para sentir frío y sentir calor. Para soltar y sostener, e ir construyendo una sabiduría propia que me permita saber qué realmente voy necesitando para vivir. Una sabiduría que me salve de la avaricia (¿del capitalismo patriarcal incorporado?), de querer más y más. Más de lo que realmente puedo querer, disfrutar y cuidar. Más de lo que realmente me puede querer, disfrutar y cuidar.
Quiero iniciar este año como un grito de vida. Y como cualquier grito de vida, también como un grito de muerte, de vulnerabilidad. De saber que las cosas inician y se terminan, es decir, se transforman, transitan. Vuelven a ser, y vuelven a dejar de ser. Y quiero aprender a cuidar y a ser cuidada en esas danzas existenciales. Bailes sin forma, a veces con forma, que me permitan perderme, volverme a encontrar, volver a perderme, volverme a encontrar.
Que me permitan saber y sentir que la vida sigue sólo porque nos la hemos permitido vivir.