A veces quisiera cerrar los ojos y entregarme totalmente al cuidado. Me lo imagino como estar parada frente a un precipicio, en una montaña muy alta, muy verde, casi tocando el cielo. Dar un paso enfrente y dejarse caer sin más. Entonces mientras el cuerpo es jalado por la gravedad, con vientos enormes rozándole por todas partes, contra todo pronóstico, entregarse al cuidado no sería caer y autodestruirse, sino comenzar a volar. Ser sostenida, elevada. Ser cuidadora que se descubre, de pronto, cuidada. 

En efecto, para mí, lo que me pulsa en el centro del pecho como una entrega al cuidado no es la reactivación de una ética reaccionaria del cuidado. Es decir, no es la reactualización de un sistema social patriarcal, colonialista y clasista que nos dicta que sólo algunas personas -sobre todo, las mujeres, y ciertas mujeres más que otras- deban sacrificar su vida, su salud, su bienestar por cuidar de la sociedad y del mundo mismo, mientras que el resto de la sociedad y el mundo mismo no cuidan ni las cuidan. 

Para mí, cuando cierro los ojos y siento ese impulso de arrojo o entrega al cuidado, implica todo lo contrario. Significa soñar, imaginarme, desear, incluso hasta exigir un mundo que, cuando estamos en caída libre, es decir, cuando nuestros cuerpos se desploman y necesitan todavía más cuidados para sobrevivir, para experimentar bienestar, alivio, calma, para de cuidar de otrxs y de sí mismxs, puedan también encontrar el cuidado necesario y suficiente para atravesar su vuelo por estas vidas. 

De este modo, propongo que una entrega al cuidado no sería sacrificarnos, sino encontrar la valentía para vivir siempre, a cada momento, en cada lugar, en cada vínculo, en cada práctica bajo una perspectiva y una lógica del cuidado. Es decir, para vivir una vida cuidadora (retomando y parafraseando el título del libro de Sara Ahmed (2021), “Vivir una vida feminista”).

Una vida sostenida por el cuidado propio, de otras y de otros, del cuidado mutuo, recíproco, donde las reciprocidades no se reduzcan a una lógica del pago ni de la deuda, sino que se sepan reinventar y ser más allá de eso. Es decir, entregarse al cuidado, vivir una vida cuidadora, para mí, es vivir bajo una ética del cuidado.

Es una entrega que asusta y que requiere valentía porque, al mismo tiempo, es un abandono. No de nosotras, nosotros mismos, ni de nuestro bienestar. Sino de lo que en nuestras vidas y en nuestros mundos no operan bajo una lógica del cuidado, es decir, de lo que no abona para sostener nuestras vidas y, menos, para hacerlo con calidad, dignidad y justicia.

Es un abandono en tanto es un soltar lo que en nuestras vidas, de veras, no nos cuida. Es abandonar la idea de que no somos suficientes para vivir, para recibir cuidados, para existir, para acompañarnos, para simplemente estar y compartir lo que conforma nuestras existencias. 

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Y este abandono asusta porque casi todo en nuestras vidas actuales no está orientado al cuidado nuestro ni de los demás seres humanos y no humanos. Vivir una vida cuidadora asusta porque, radicalmente, es vivir otra vida, distinta, volteada, donde la vida y su cuidado realmente importen, no sólo como un eslogan que se ha puesto de moda.

En efecto, entregarse al cuidado, para mí, es un abandono de vidas desgarradas por las éticas reaccionarias del cuidado, pero también de vidas vacías, inconexas por estar orientadas solamente bajo una idea capitalista de la productividad y la mercantilización, de la competencia, de la explotación y la auto-explotación. Lógicas que se reproducen, incluso, cuando públicamente hablamos sobre los cuidados y no deconstruimos las formas y las prácticas que nos hacen hablar y escuchar públicamente de cuidados a unas personas y a otras no.  

Así, sentir en mí el pulso de la entrega al cuidado como un arrojo a ese precipicio es añorar ese acto de valentía. Es desearla y abrazarla. Y darme cuenta de que esta valentía no conlleva no sentir miedo, ni ser personas superpoderosas, sino atrevernos a asumir, a respirar profundo una vida cuidadora a pesar del miedo de salirnos de la norma social: de salirnos del no cuidado (la irresponsabilidad privilegiada, diría Joan Tronto), o del cuidado desgarrado, del cuidado súper-explotado, silenciado, no valorado.

Entregarse a una vida cuidadora, más bien sería aceptar y ejercer una valentía que tiembla. Es decir, que se permite temblar porque habita lo cierto y lo incierto, la vida misma haciéndose y deshaciéndose una y otra vez. Entregarse a una vida cuidadora es una valentía necesaria para dejarse caer en las confianzas y en las solidaridades que se precisan para darnos y recibirnos cuidados.

Es saber hacer de este temblor y esta caída una política que nos hace posible ser y estar desde una vulnerabilidad que no lastima, justamente, porque la hemos aprendido a cuidar.

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