Recuerdo las manos de mi abuela, Domitila, “amasando la masa” para hacer mä'ätsy, un platillo con forma de volcán, originario Santa María Tlahuitoltepec, en la región mixe de Oaxaca, el lugar en donde nació y creció.
Mi abuela prepara mä'ätsy en ocasiones especiales. Durante los cumpleaños de las nietas e hijas, al inicio de la primavera y, a petición mía, en fines de semana un par de veces al año.
Recuerdo su acento. De niña escuchaba en su voz un español distinto, una lengua que aprendió después de migrar al Estado de México. Cargué su acento durante la infancia, el de una voz que ya había retumbado en campos de milpa, papas, frijoles y nabos. Una voz que ya había hablado, con dulzura, a los becerros y vacas que pastoreaba entre la tierra fría de la Sierra de Oaxaca.

Recuerdo la forma en la que, con secrecía, hablaba mixe mientras jugaba a las canicas con mis primas; migrar deja heridas, heridas que escuchaba en el tono de una voz que buscaba con quién hablar mientras cuidaba a un trío de niñas juguetonas.
O la forma en la que cepillaba mi cabello; gentil, sin jalones, alistándome para ir a la escuela cuando mi madre trabajaba desde temprano, lejos, en la Ciudad de México.
Del cuidado a la identidad
Todos esos recuerdos construyeron una identidad no compartida; mis compañeras de clase, al oriente del Estado de México, no comían lo mismo que yo, no escuchaban las mismas conversaciones entre cuchicheos, y no festejaban las mismas celebraciones que nosotras, como nuestra pequeña “machucada”, el 12 de diciembre. Aunque yo no lo sabía, mi abuela, desde los cuidados, constituyó en mí pertenencia e identidad cultural.
Conocí el ayuuk desde el amor. Mi abuela, por el contrario, no tiene recuerdos de su abuela. Eligia Vargas falleció joven, después de caer en un de un riachuelo lleno de rocas y espinas. Antes de fallecer, Eligia Vargas rechazó las tareas de cuidados y no reconoció a mi abuela como su nieta.
Estos recuerdos, y la ausencia de ellos, la empujaron a procurar los mismos cuidados que ella nunca recibió y, que más tarde, realizó conmigo cada vez se sentaba conmigo a hacer las tareas escolares, cuando me enseñaba a hacer tamales, o cuando me animaba a aprender a tocar la trompeta. Durante su infancia, su sueño era ser parte de la banda del pueblo y tocar la guitarra, su padre le negó la oportunidad, pues decía que “la música era para hombres”.

María Isabel, la abuela de mi abuelo, Tiburcio —al otro lado de la llamada telefónica—, le mostraba cariño; le daba fruta a escondidas de sus padres y desde el metate consentía a sus nietos con tortilla hechas a mano.
El recuerda los regaños de María Isabel hacía su madre, Daría Hernández: las frases circulaban entre “no le grites a mis pequeños” y “deja a ese hombre”.
A veces, cuando pienso que mi identidad dentro de la diáspora mixe se diluye en el concreto de la periferia, vuelvo a ver a mi madre, que lleva el nombre de Elizabeth en honor a María Isabel, y a mí tía, Andrea, lleva el nombre de su abuela paterna.
Los cuidados de mi abuela, los cuidados de las abuelas de mis abuelos, no sólo entretejieron identidad, la preservaron.
Se preserva en las palabras en ayuuk que uso cuando no quiero que alguien escuche mis pensamientos, y también cuando quiero que se escuchen, pero está vez alto, fuerte y muy mixe, está en la lana de la que están hechos los ku utsy, conocidos como tlacoyales, que cuelgan de mi cabello cuando uso trenzas, y en el sazón de la comida tradicional mixe, que se come de manera colectiva, con una olla de barro caliente al centro de la mesa de la que todas podemos comer.
Mi abuela, que aprendió a trabajar el grano del maíz en el nixtamal, me enseñó a “amasar la masa” para hacer tortillas calientes. La masa, que sin excepción quema las palmas de mis manos, toman forma de mä'ätsy hirviendo entre salsa de jitomate.