¿Han escuchado hablar del Kintsugi, la técnica japonesa que repara vasijas rotas con oro o plata? Se usa comúnmente como metáfora de afrontamiento ante las vicisitudes de la vida cual asimilación optimista de nuestra vida rota, aunque algo en ello me inquieta.
Por un lado, resalta lo que suele ocultarse: la fisura, la herida, la fractura; en el Kintsugi, la grieta no solo se acepta, sino que se cubre de metales preciosos. Pero, por otro lado, se le convierte en adorno, en algo embellecido que aumenta su valor, lo cual no necesariamente aplica en nuestras vidas.
Me interesa reformular la metáfora de las grietas, no para enaltecer al objeto, sino como señales de que lo sólido se resquebraja y reordena su valor.
En las vasijas, las grietas anuncian que el recipiente puede derramarse, perder su función, dejar de contener.
En la vida social ocurre algo parecido: lo que parecía inquebrantable se cuartea y deja escapar aquello que encerraba, vaciando eventualmente su contenido. Ahí es donde se abre una oportunidad para reconocer que ningún orden o estructura es monolítica, que todo se puede romper.
La antropóloga Sherry Ortner lo planteó de esta forma: el orden hegemónico, incluido el del género, nunca está completo, siempre está atravesado por tensiones, contradicciones y vacíos. Por más que se presente como bloque sólido, requiere de nuestra complicidad para sostenerse, repararse y continuar. Gayle Rubin lo expresó de otro modo: la opresión no es inevitable, es producto de relaciones sociales específicas.
Y si la opresión se produce, también puede deshacerse. No de golpe, no con un acto heroico, quizás en esas fisuras que la hegemonía no logra ocultar.
Masculinidad hegemónica: un molde fisurado
La masculinidad hegemónica se presenta como un mandato que dicta cómo debemos ser los hombres, qué debemos desear, cómo debemos relacionarnos. Produce subjetividades, organiza deseos, establece jerarquías.
Sayak Valencia ahonda en la complicidad masculina de quienes, aunque no estemos en la cúspide del sistema androcéntrico, disfrutamos de sus dividendos (prestigio, mérito, autoridad, protagonismo, inmunidad, entre muchos otros). No necesitamos encarnar a ultranza al modelo hegemónico para beneficiarnos de él; basta con no desafiarlo. Esa es la complicidad, silenciosa y extendida, que sostiene al pacto patriarcal.
Pero incluso esa argamasa muestra grietas. La imposibilidad de encarnar al sujeto androcéntrico sin caer en contradicciones genera vacíos que tarde o temprano salen a la luz. Ahí están las depresiones silenciadas, las violencias autoinfligidas, los cuerpos que enferman bajo la exigencia de una obediencia permanente. Una obediencia contradictoria, llena de fisuras.
Lo he atestiguado en mi experiencia dando talleres de igualdad de género. Y si soy honesto, son los de masculinidades los que más me turban. Entro sabiendo que la resistencia masculina va a estar ahí: en las miradas que se evaden, en los brazos cruzados, en la incomodidad de quien escucha y se siente acusado.
Yo mismo me siento incómodo, al enfrentarme a mis propias complicidades con el pacto patriarcal… Y es ahí, en esa grieta mínima, donde me interesa ahondar.
Un ejemplo concreto: en un taller, un participante —hombre de mediana edad, trabajador en el sector de la construcción— confesó que llevaba años sin poder darle un abrazo a su hijo porque "los hombres no se abrazan".
Y, al mismo tiempo, sus gestos, su intención y su lenguaje no verbal gritaban que deseaba abrazar a su hijo desde hace mucho tiempo. Fue apenas una frase, pero era una grieta en su mundo. No cambió su vida de un día para otro, pero ahí, una duda fisuró sus convicciones. Y yo me pregunto: ¿qué puede hacer crecer esa fisura?
Las grietas como potencia
Las hegemonías no son muros indestructibles, sino construcciones agrietadas. Hablo de cosas mínimas: de un joven que decide no reírse del chiste misógino, de un padre que se queda en casa cuidando, aunque lo miren con desdén otros varones, de un hombre que reconoce la violencia en su propia forma de relacionarse. Tampoco son revoluciones: son grietas en donde cabe la potencia de imaginar vidas distintas.
Quiero ser claro: la hegemonía patriarcal no está acabada ni derrotada; sigue ahí, densa, brutal, violenta. Las grietas no son garantía de cambio; también pueden cerrarse, sellarse, cubrirse de nuevo; pueden ser cooptadas por la misma hegemonía que intentan fracturar e incluso, engalanarse con ellas.
La pregunta es: ¿qué hacemos con las grietas? ¿Cómo sostener la incomodidad sin apresurarse a repararla? ¿Cómo habitar la fisura y romper desde dentro esa estructura?
Tal vez se trate de actuar cada día como si esas fisuras pudieran ensancharse, renunciando a la complicidad silenciosa, cuestionando la obediencia ilimitada al modelo hegemónico. Apostar por habitar la incertidumbre, la contradicción y —como dice Melissa Fernández Chagoya— renunciar a “la masculinidad en todas sus formas”, la cómplice, la hegemónica e incluso la nueva.
Ortner señala que no se trata de instaurar hegemonías distintas a la masculina, sino de reconocer que la dominación masculina convive siempre con modelos inacabados. Pienso que es necesario mantener viva la idea de una esperanza vigilante, que no se embriaga con la ilusión del cambio inmediato, sino que se sabe frágil y provisional. Es parte del proceso de cambio sabernos fracturados y, al mismo tiempo, nos sirve de brújula.
Referencias
Fernández, Melissa (2014). Tendencias discursivas en el activismo de varones profeministas en México: algunas provocaciones a propósito del “cambio” en los hombres, CONEXÔES PSI, Vol. 2, No. 1, pp. 31-56.
Ortner, Sherry, B. (2006). Anthropology and Social Theory. Duke University Press.
Rubin, Gayle. (2015). El tráfico de mujeres: notas sobre la economía política del sexo. Género: la construcción cultural de la diferencia sexual. Pública-Género (1), pp. 35-91.