Mientras revisaba algunas fotos antiguas de las mujeres de mi familia, mi madre me contaba sus historias. Fue entonces cuando tuve un impacto profundo: mi bisabuela materna se casó—la casaron—cuando tenía apenas 13 años, con un hombre mucho mayor que ella. No solo fue víctima de violencia sexual, también le arrebataron la posibilidad de vivir en libertad, y esa herida se heredó a las siguientes generaciones.

Para saber hacia dónde vamos, es fundamental conocer nuestra genealogía, descubrir quiénes fueron las mujeres que nos antecedieron y mirarlas con amor y comprensión. Al hacerlo, seguramente encontraremos ancestras que sufrieron violencias normalizadas en su tiempo, pero también heroínas adelantadas a su época.

Mi bisabuela materna encarnó todos los estereotipos de género de su tiempo: fue una esposa sumisa, una madre devota y una mujer que soportó diversas violencias en silencio.

Mi abuela paterna fue explotada sexualmente desde la adolescencia, presionada para ser madre y empujada hacia un futuro sin oportunidades, sin la posibilidad de una juventud libre. No fue hasta los 40 años que logró independencia y autonomía. Mi abuela materna, por su parte, fue prisionera del amor romántico.

Dedicó años de su juventud a seguir a un hombre, invirtiendo su vida en una historia que no le ofreció estabilidad. Pasó gran parte de su tiempo entre su pueblo natal y la Ciudad de México, en un entorno de pobreza y pocas oportunidades, criando sola a sus ocho hijos e hijas.

Si exploramos nuestro árbol genealógico, nos daremos cuenta de que las mujeres que nos precedieron tuvieron pocas herramientas, pero aun así encontraron la manera de resistir y sobrevivir a las injusticias de su contexto. E

Ellas labraron caminos para nosotras, rompieron esquemas y nos abrieron la puerta de la rebeldía. Nos heredaron la lucha, la fuerza y la resistencia para seguir exigiendo nuestro derecho a vivir plenas y libres. Mi hermana mayor fue la primera mujer de nuestra familia, tanto materna como paterna, en obtener un título universitario. Yo fui la primera en comprar un departamento sola, sin el respaldo de un cónyuge o pareja sentimental.

Pero estos logros no los alcanzamos en solitario; son el resultado de una lucha colectiva de varias generaciones. Estoy segura de que muchas mujeres que lean este texto son las primeras en sus familias en estudiar una carrera, en acudir a terapia, en divorciarse por decisión propia o en cuestionar los roles familiares impuestos. Las primeras en no guardar silencio, en desafiar las normas.

Las primeras mujeres incómodas en su genealogía. Pero no seremos las últimas.

Hagámoslo por nuestras ancestras, por aquellas que tuvieron que callar, por quienes vivieron con sueños inalcanzables, por las que murieron sin conocer la libertad, por quienes alimentaron a esposos violentos, por las que trabajaron tierras que nunca fueron suyas, por las que sostuvieron familias enteras sin reconocimiento.

Gracias a ellas, nuestra voz resuena más fuerte. Abracemos su memoria, honremos su resistencia y contemos sus historias.