En un mundo donde la violencia se vuelve cotidiana, incluso invisible, hablar de ternura puede parecer ingenuo o frágil. Pero ¿y si la ternura fuera, en realidad, una forma de resistencia? ¿Una postura política que desafía la lógica del poder, del control, del daño?
La ternura radical no es suavidad vacía ni consuelo superficial. Es la decisión consciente de ver a la otra persona como un ser humano, no como un objeto a dominar, usar o castigar. Es un posicionamiento que rompe con los mandatos que sostienen las violencias cotidianas: la frialdad emocional, el desprecio por la vulnerabilidad, la desconfianza como forma de protegerse.
Anne Dufourmantelle, en La potencia de la dulzura, lo dice con claridad: la dulzura no es sumisión. Es una fuerza transformadora que desarma sin violencia, que desestabiliza sin anular. Ella escribe que “la dulzura no es un gesto débil, sino una elección poderosa”, y que su potencia radica en esa capacidad de abrir espacio donde el daño ha cerrado puertas.
Desde otro lugar, María Lugones nos invita a pensar la ternura como parte de lo que llama prácticas de amor, una forma de desobediencia frente a las estructuras del racismo, el patriarcado y la colonialidad. Para ella, el amor no es un sentimiento abstracto, sino una práctica encarnada que implica vernos como sujetas complejas, capaces de construir vínculos donde quepa la diferencia sin que eso implique jerarquía o sometimiento. En su voz, la ternura es parte de una ética relacional que desafía el mandato individualista y violento del mundo moderno.
Pienso en cuántas veces, en contextos de violencia, se confunde el amor con el sufrimiento, el cuidado con el control, la pasión con la posesión. Y en cuántas veces la ternura es vista como una debilidad, especialmente para quienes crecimos creyendo que protegernos significaba endurecernos.
Pero si la violencia se sostiene en el aislamiento, el miedo y el sometimiento, la ternura radical se teje en los vínculos, en el cuidado recíproco, en el reconocimiento de nuestra humanidad compartida. No implica negar el conflicto, sino aprender a atravesarlo sin destruirnos.
Salir de los patrones aprendidos para establecer nuevas formas de relacionarnos para transformar en aprendizaje y riqueza los conflictos, en lugar de espacios de batalla y aniquilación de la diferencia. (Marilú Rasso)
En los procesos de acompañamiento a mujeres que viven violencia, lo he visto: no se trata de pedirles que sean fuertes en el sentido que el patriarcado ha dictado, sino de ofrecer espacios donde puedan sentir sin ser juzgadas, hablar sin ser silenciadas, habitar su dolor sin ser tratadas como débiles. La ternura, ahí, se convierte en una herramienta de restitución, en una forma de devolver lo que la violencia quiso arrebatar.
Practicar la ternura radical es también cuestionar cómo nos hablamos, cómo reaccionamos cuando alguien se equivoca, cómo lidiamos con nuestras propias frustraciones sin volcar rabia sobre otras personas. Es repensar incluso la forma en que pedimos justicia: no desde la sed de venganza, sino desde el deseo profundo de transformar las raíces del daño.
¿Qué pasaría si como sociedad habilitáramos espacios donde los niños, adolescentes y hombres pudieran sentir sin ser juzgados, llorar sin ser avergonzados, habitar su dolor sin ser tratados como débiles?
¿Qué pasaría si les enseñáramos que cuidar no es rendirse, que nombrar lo que duele no es perder poder, sino empezar a transformarlo?
Tal vez ahí, justo ahí, empezaríamos a desactivar las raíces más profundas de la violencia.
Tal vez ahí podríamos imaginar una nueva forma de vincularnos. Más humana. Más libre. Más tierna.
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