Hablar de violencia hacia las mujeres en términos de “narcisismo” o “patología” parece plantearse como una explicación clara y sencilla: la violencia ocurre porque el agresor tiene un problema psicológico.

Sin embargo, esta narrativa individualiza una problemática que, en realidad, tiene raíces sociales, históricas y culturales profundas. Pensar en la violencia como el resultado de un trastorno psicológico desvía la atención de las estructuras que la sostienen y perpetúan, dificultando que podamos comprenderla y erradicarla, es decir, eliminarla desde la raíz.

Cuando la violencia se reduce a un problema del agresor, se invisibiliza el entorno social en el que esta se gesta. No se trata solo de lo que sucede entre dos personas, sino de un sistema de desigualdad de género que normaliza el poder y el control como características masculinas, mientras las mujeres son educadas para tolerar, justificar o minimizar ciertas conductas bajo la idea de que son parte de una relación amorosa.

Este enfoque no solo simplifica la complejidad del problema, sino que también desvía la atención de las dinámicas de poder que lo sostienen. No se trata de personas buenas y malas, sino de toda una estructura histórica que promueve ciertos valores, características y conductas que nos atraviesan a todas y todos, provocando relaciones en donde se teje la violencia. 

Asumir que la violencia es producto de “un narcisista” o “una persona enferma” puede, además, darle un alivio momentáneo a quien vive la violencia. Si el problema es él, no hay nada más que cuestionar; todo se reduce a un defecto o problema personal del agresor.

Sin embargo, esta perspectiva no toma en cuenta las creencias culturales que muchas veces llevan a la víctima a justificar o minimizar ciertas conductas violentas. Estas creencias, profundamente arraigadas, normalizan comportamientos como los celos, el control o el aislamiento bajo el discurso de “así es el amor” o “lo hace porque me quiere”. Esto no solo perpetúa la violencia, sino que también dificulta identificarla en sus primeras etapas.

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Por otro lado, patologizar la violencia, especialmente la psicológica, tiene riesgos importantes. Al tratarla como una enfermedad o trastorno individual, se pierden de vista las condiciones estructurales que permiten que estas dinámicas se repitan una y otra vez, más allá de una persona específica.

Además, la violencia psicológica rara vez ocurre de forma aislada. Está íntimamente conectada con otras formas de violencia, como la económica, la simbólica, sexual, o la física, que no pueden entenderse ni transformarse si se separan del sistema de desigualdades de género que las produce.

Es urgente cuestionar y cambiar esta perspectiva y reconocer que la violencia hacia las mujeres es un problema colectivo, sostenido por normas culturales, desigualdades económicas y sistemas que permiten la impunidad.

No es suficiente intervenir solo en el comportamiento del agresor o la experiencia de la víctima;necesitamos mirar más allá de los individuos y trabajar en transformar el entorno social que hace posible la violencia.

Esto implica, por ejemplo, educar en la igualdad desde la infancia, desafiando las narrativas que asocian los celos o el control con el amor, y promoviendo relaciones basadas en el respeto y la equidad.

Para esto hay que observar, a través del pensamiento crítico nuestros propios sistemas de creencias. También, necesitan, políticas públicas sólidas que protejan los derechos de las mujeres, garanticen su acceso a recursos y aseguren la justicia ante la violencia.

Comprender la violencia más allá del narcisismo o las patologías individuales nos invita a mirar el problema en toda su complejidad. Nos desafía a ir más allá de las explicaciones cómodas y a asumir que todas y todos tenemos un papel en transformar las estructuras que perpetúan la desigualdad.

La violencia no es una enfermedad personal, es un síntoma de una sociedad que todavía necesita cambiar.

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