Cada mes de mayo nos encontramos rodeadas de flores, corazones, canciones melosas y homenajes a las “reinas del hogar”. Pero detrás de esa celebración masiva, aparentemente amorosa, se esconde una de las construcciones más rígidas y persistentes del patriarcado: la figura de la madre como sinónimo de sacrificio, entrega total y negación de sí misma.

Desafiar los mandatos de la maternidad no es fácil. No solo porque están profundamente arraigados en las estructuras sociales, sino porque los hemos interiorizado al punto de confundirlos con el amor. De niñas nos enseñaron que una buena madre todo lo puede, todo lo perdona, todo lo da. Que ser madre es el destino natural de una mujer, y que solo a través de la maternidad se experimenta el amor más puro. ¿Cómo no sentir culpa, duda o dolor al cuestionarlo?

Incluso quienes deciden no ser madres —por elección o por circunstancias de la vida— muchas veces cargan con esos mandatos. El juicio social, la sensación de incompletud o la necesidad de justificar esa decisión las acompaña como sombra. Porque no se trata solo de la maternidad biológica: se espera que toda mujer esté al servicio del cuidado, como una extensión de ese ideal materno.

Adrienne Rich ya lo advertía: no es lo mismo la experiencia de maternar que la institución de la maternidad. Mientras la primera puede ser compleja, diversa, incluso gozosa, la segunda es una estructura de control que define lo que una mujer “debe” ser. Nos exige amar incondicionalmente, sin pedir nada a cambio. Nos dice que quien cuida no debe cansarse, no debe enojarse, no debe fallar.

Silvia Federici señala que los trabajos de cuidado —cocinar, limpiar, criar, consolar— han sido históricamente invisibilizados porque sostienen el sistema capitalista y patriarcal sin recibir pago ni reconocimiento. Y Marcela Lagarde nos recuerda que el amor no debería anularnos. Que amar no es desaparecer. Pero el mandato materno nos pide justo eso: desaparecer en favor de las y los otros.

Confundir amor con sacrificio ha sido una trampa. Nos han dicho que renunciar a nuestros deseos es una virtud. Que lo correcto es “darlo todo”. Pero, ¿a costa de qué? ¿Quién cuida a las que cuidan? ¿Quién sostiene a las que sostienen? Clara Coria lo dice con mucha claridad: el sacrificio no ennoblece, empobrece.

Por otro lado, hoy observamos también la presión por ser “madres y mujeres maravilla”. Es decir, no basta con ser la madre suave, dulce, siempre dispuesta, que no se cansa y todo lo puede. También hay que ser productiva, alegre, guapa, atlética, estéticamente perfecta, sexy y “con onda”. Así, a la carga de trabajo, las dobles y triples jornadas, se suma la exigencia de cierto tipo de belleza y actitud frente a la vida.

Todo esto es agotador, solo de pensarlo y escribirlo. La idea de que “si se quiere, se puede”, ampliamente difundida por cierto tipo de influencers en redes sociales y medios de comunicación —que no toman en cuenta, e invisibilizan, las profundas desigualdades estructurales—, provoca frustración y desesperanza.

La lógica de la perfección se cuela en nuestras mentes, esclavizándonos en un mundo orientado por valores patriarcales, coloniales y capitalistas, donde el consumo, la productividad, la eficiencia, la competitividad y la imagen están en el centro. (Marilú Rasso)

Por eso, detenernos un poco ante esta vorágine y cuestionar el impacto que tiene en nuestras vidas, de manera singular y colectiva, se plantea como una tarea urgente.

No se trata de negar el valor de la maternidad, ni de cuestionar a quienes eligen ejercerla. Se trata de poder hablar de todo lo que no se dice. De reconocer que hay días en los que ser madre duele, pesa, agota. Que hay amor, sí, pero también contradicción, ambivalencia y deseo de ser algo más que una madre. Y que está bien. Porque ser buena madre no significa desaparecer como mujer.

Tampoco debemos olvidar la corresponsabilidad del padre en la crianza y el cuidado de hijas e hijos. A la luz del discurso patriarcal, parecería que estas son tareas innatas a las mujeres, una suerte de predisposición incuestionable vinculada al amor. Esta creencia —aún presente en muchos sectores— apela a la culpa como forma de control, mediante el chantaje y el juicio social.

Reconocer el valor de los cuidados y de la crianza, así como la corresponsabilidad en su ejercicio, es vital para pensar en condiciones más justas y equitativas en las tareas dentro y fuera de los hogares, que permitan el pleno desarrollo de todas las personas en igualdad de oportunidades.

Dejar de romantizar e idealizar la maternidad es un paso fundamental para pensarnos como sujetas de derechos y para construir las condiciones sociales, políticas, económicas, jurídicas y culturales que nos permitan acceder a todos nuestros derechos. (Marilú Rasso)

Necesitamos espacio para repensar las maternidades. Para que el amor no duela, para que el cuidado no signifique agotamiento, para que ser madre no implique dejarse a un lado para ser solamente para otras y otros.

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