Nuestros cuerpos como territorios vigilados.

“Mete la panza, camina erguida, no cruces las piernas". Esas voces que alguna vez fueron externas, pero que hemos interiorizado tanto, que hoy resuenan como gritos internos e inconscientes que nos recuerdan que nuestros cuerpos deben parecerse a otros. A un molde que solo algunas alcanzan y que, sin embargo, se nos impone como norma para todas.

La estética impuesta, bajo la cual nuestros cuerpos dejan de pertenecernos, los convierte en territorios sometidos al escrutinio de las miradas ajenas.

La hegemonía corporal lleva consigo un mandato de invisibilidad. Cuando contenemos el vientre, ajustamos nuestro cuerpo a esa mirada externa, a un molde que define qué cuerpos son válidos y cuáles deben corregirse. Es un recordatorio permanente de que estamos expuestas a la evaluación de otros, que miden nuestro valor en centímetros de cintura y —más doloroso aún—  a nuestro propio juicio interiorizado.

Ese vientre plano y duro que se nos impone como meta no es un simple ideal estético: implica un dispositivo de poder que clasifica, jerarquiza y excluye. La hegemonía corporal nos enseña que los cuerpos “aceptables” son los que no se desbordan, los que no incomodan.

Así, meter la panza se convierte en un gesto cotidiano de alineación con ese ideal: contener para encajar. Un gesto que trasciende lo físico y se vuelve  profundamente simbólico: una pedagogía silenciosa sobre cómo se nos exige habitar el mundo.

Estas líneas no buscan caer en la narrativa de la aceptación o la autoestima como mandatos para transitar un mundo construido para la delgadez, la blanquitud y la heteronormatividad. En donde hasta el autocuidado y el amor propio se han convertido en un producto más del capitalismo rampante.

Amarnos y aceptarnos se muestran como una obligación más dentro del mercado de las imposiciones sobre los cuerpos. Lo que sí buscamos es cuestionar, disentir y desafiar a un sistema que se alimenta de nuestras inserguridades.

Soltar la panza es también dejar de contener la respiración solo para mostrar un vientre plano. Es volver a respirar con todo el cuerpo, con toda la piel; expandirnos como risas que estallan, como placer que irrumpe, como inmensidad que no cabe en una foto ni en una edición de Photoshop. Porque nuestros cuerpos no tienen errores que corregir. Quizá, desde la conciencia y la comunidad, podamos escribir nuevas pedagogías: las de la respiración profunda, la de la expansión y el gozo.

Que esa forma gozosa y plena de habitar el mundo pueda ser aprendida por las niñas y las jóvenes, sujetas desde muy temprano a los ideales estéticos que universalizan cuerpos. Debemos trabajar para que ellas sepan que sus cuerpos no deben ajustarse a estándares hegemónicos; para que desde niñas sepan que las mujeres no existimos solo para ser vistas, sino que somos sujetas que habitamos, que somos, que existimos en toda nuestra diversidad

Apostamos también para que las jóvenes sepan que lo que ellas sienten sobre sus cuerpos no es un acto meramente individual, sino que forma parte de todo un entramado político y sistemático que califica qué cuerpos valen más.

Y quizá, en la medida en que nos hagamos conscientes de este gesto corporal de contraer el vientre, podamos atrevernos un día a soltar, a ser, a habitarnos completas en un acto político de desobediencia y liberación