En las últimas décadas, los movimientos por la igualdad de género y la justicia social han ganado fuerza y legitimidad. Sin embargo, bajo esa misma bandera han proliferado dinámicas preocupantes: liderazgos paternalistas, estructuras autoritarias disfrazadas de horizontalidad y violencias simbólicas o directas que se ejercen precisamente en nombre del feminismo o la deconstrucción. Este fenómeno se refleja cada vez más en la figura de los “aliados” — personas que usan el lenguaje de la transformación social para reproducir las mismas formas de abuso que dicen combatir.

Los nombres de Ramón Flecha y Boaventura de Sousa Santos han sido referente durante años en los círculos más prestigiosos del pensamiento progresista iberoamericano. Citados en seminarios feministas, consultados por gobiernos de izquierda y presentados como referentes éticos en debates sobre justicia social, ambos compartían una narrativa común: eran hombres que habían "desaprendido" el machismo y se erigían como aliados del movimiento feminista.

Hoy, sus nombres encabezan titulares por motivos muy distintos.

Ramón Flecha, catedrático emérito de Sociología de la Universidad de Barcelona, ha sido denunciado por 14 mujeres por abuso de poder y coerción sexual. Boaventura de Sousa Santos, exdirector del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra, fue acusado en 2023 por exalumnas y colaboradoras de acoso, hostigamiento y manipulación. Los relatos se repiten con inquietante precisión: favores sexuales a cambio de oportunidades académicas, represalias contra quienes se niegan y manipulación emocional bajo el ropaje del pensamiento crítico.

Estos casos no son anécdotas aisladas. Exponen una dimensión estructural que el sistema universitario se resiste a reconocer: la persistencia de una jerarquía patriarcal, autoritaria y profundamente desigual, incluso en aquellos espacios que se proclaman feministas.

Una fachada progresista, una estructura coercitiva

La denuncia contra Flecha reavivó investigaciones sobre CREA (Community of Research on Excellence for All), el grupo universitario que él lidera y que ha sido referencia internacional en temas como coeducación, igualdad y feminismo académico. Sin embargo, decenas de testimonios de exmiembras —alumnas, profesoras, personal investigador— describen una realidad muy distinta: un entorno de control emocional, aislamiento, manipulación de la vida privada y presión psicológica disfrazada de “debate transformador”.

Investigaciones publicadas desde 2016 presentan a CREA como una comunidad cerrada que compartía pisos, tomaba decisiones personales en asambleas semanales y supervisaba las relaciones afectivas en círculos internos que, según exintegrantes, promovían en ellas vínculos exclusivamente con hombres del propio grupo.

Quienes cuestionaban esa dinámica eran etiquetados como "individualistas", "contrarrevolucionarios" o directamente excluidos, reforzando la dependencia emocional y laboral. Tras alejarse, muchas participantes sufrieron consecuencias académicas, sociales y psicológicas.

Deconstrucción discursiva, violencia concreta

Los testimonios recogidos por la prensa española detallan una conducta sistemática: acercamiento emocional y profesional a jóvenes investigadoras, exigencias sexuales veladas o explícitas, y represalias académicas frente al rechazo. Algunas alumnas aseguran haber sido aisladas del entorno académico o haber perdido oportunidades tras marcar límites. Los hechos datan de principios de los 2000 y se prolongan por más de dos décadas.

En el caso de Boaventura de Sousa Santos, durante su etapa en el CES de Coimbra, se denunció un patrón similar. Las acusaciones fueron confirmadas por un informe interno en 2024, que reveló “patrones de conducta” de manipulación afectiva, control jerárquico y coerción sexual en un entorno institucional permisivo.

Ambos denunciados eran figuras carismáticas, premiadas y reconocidas por sus aportes a los estudios de género, educación crítica y derechos humanos. Esa autoridad simbólica funcionó como blindaje. No solo tenían poder: eran el poder.

La coartada del “aliado”

Una de las características más preocupantes de estos casos es el uso del discurso feminista como herramienta de manipulación. Flecha promovía conceptos como “relaciones libres de violencia” y el “feminismo dialógico”. Sousa Santos hablaba de “epistemologías del sur” y “feminismo popular”. Se presentaban como hombres “deconstruidos”, sensibles y conscientes de sus privilegios.

Pero ese discurso no impedía —más bien facilitaba— el abuso. Al posicionarse como aliados públicos, desactivaban la sospecha. Cualquier denuncia era percibida como un intento de desprestigiar a quienes luchaban “por causas justas”.

Feministas como Moira Millán, activista mapuche, han alertado sobre la figura del “falso aliado”: hombres que se apropian del lenguaje de género sin renunciar al poder. En una carta pública, Millán denunció a Boaventura no solo por acoso, sino por construir una “retórica emancipadora” que encubría su dominación.

Estructuras que perpetúan la violencia

Las universidades cuentan con protocolos contra el acoso, pero su aplicación suele ser insuficiente y deficiente. En muchos casos, los denunciados no enfrentan sanciones reales, mientras las denunciantes sufren represalias, aislamiento o descrédito. La dependencia económica, académica o simbólica con figuras de poder limita la capacidad de muchas mujeres para alzar la voz.

Según reportes, la Universidad de Barcelona recibió denuncias sobre las dinámicas en CREA desde 2004, pero la respuesta institucional fue lenta, ambigua o meramente formal. La legislación española tampoco ayuda: no existe un marco claro para denunciar dinámicas sectarias o coercitivas que no encajan en figuras penales clásicas. Este vacío legal permite que los abusadores operen con total impunidad, incluso recibiendo fondos públicos y reconocimiento institucional.

¿Qué hacer con el “hombre progresista” que abusa?

Los casos de Flecha y Sousa Santos plantean un dilema complejo: ¿qué hacer cuando quienes se dicen feministas resultan ser agresores? ¿Cómo proteger a las víctimas sin que el oportunismo patriarcal aproveche el descrédito de estos casos para atacar al feminismo?

La respuesta, para muchas activistas, no está en desechar el feminismo académico, sino en radicalizarlo: exigir coherencia ética, democratizar las universidades, desmantelar las jerarquías que concentran poder en unos pocos hombres, redistribuir los espacios de decisión y, sobre todo, escuchar —y creer— a las mujeres que denuncian.