Lu Ciccia, investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la UNAM, pasó de trabajar en un laboratorio que solo usaba ratones machos a desafiar las bases mismas de la neurociencia desde una perspectiva feminista. Su trabajo desafía uno de los fundamentos más arraigados en la ciencia de cómo entendemos nuestros cuerpos: la idea de que el sexo es puramente biológico y, por lo tanto, determina nuestras vidas."El sexo no es una descripción neutral, sino una categoría atravesada por el poder”, dice Lu en entrevista con La Cadera de Eva.
En su libro Contra el sexo como categoría biológica (Siglo XXI Editores, 2024), Lu propone mirar la ciencia desde otro lugar, uno en el que el feminismo y la epistemología crítica desmantelan lo que durante años se enseñó como una verdad incuestionable: que existen dos cerebros, dos cuerpos y dos destinos posibles. “La categoría ‘sexo’, entendida como un hecho natural, sigue funcionando como una tecnología de jerarquización. A partir de ella se decide quién es ‘normal’, quién es ‘natural’, quién merece cuidados y quién no”.
¿Cómo se construye la diferencia?
Lu no siempre pensó así. Su formación comenzó en la biotecnología y las neurociencias, campos donde fue educada en una visión binaria del cuerpo. Vulva equivalía a un tipo de cerebro; pene, a otro. Desde el primer año, los libros y los docentes le repetían la misma idea: las diferencias sexuales eran innatas, estables, medibles.
“La idea del ‘sexo cerebral’ estaba tan normalizada que ni siquiera se cuestionaba. Se asumía que la testosterona definía quién eras antes de nacer: hombre, heterosexual, con habilidades espaciales; o mujer, heterosexual, empática, buena para cuidar”.
Esa explicación parecía científica, pero dejaba muchas vidas por fuera. Y en la práctica, no funcionaba tan bien. Lu empezó a notarlo durante sus primeras investigaciones en el laboratorio: al trabajar con ratones, observó que solo se usaban machos.
“Decían que las hembras eran muy variables por sus hormonas. Que no servían para los experimentos. Pero si realmente creemos en el sexo cerebral, tendríamos que estudiar a ambos. Omitir a las hembras no es simplificar: es borrar. Es producir ciencia con un sesgo de género que después se presenta como universal”.
Ese fue su primer quiebre. La ciencia que le enseñaban como objetiva y neutral estaba llena de decisiones políticas y sexistas que nadie nombraba.
¿Qué puede una neurona sin historia?
El segundo quiebre vino desde fuera del laboratorio. Mientras investigaba el rol de ciertos receptores cerebrales, los fines de semana trabajaba en un neuropsiquiátrico público en Buenos Aires. Allí encontró otra dimensión del sufrimiento psíquico: personas viviendo en condiciones infrahumanas, donde los factores sociales pesaban más que los genéticos.
“Me pregunté: ¿realmente vamos a arreglar esto con un psicofármaco? Esa idea despolitiza completamente la salud mental. Se reduce todo a una sinapsis alterada, a una ‘falla química’, cuando en realidad hay violencias estructurales que no se curan con pastillas”.
La incomodidad creció. Y se volvió personal. Lu es lesbiana, y en su formación académica leyó una y otra vez estudios que intentaban explicar la homosexualidad como un “desvío” cerebral: una consecuencia de la “masculinización incompleta” en el útero.
Leía investigaciones que decían que, por ser lesbiana, seguramente tuve más testosterona prenatal. Que su cerebro estaba masculinizado. Pero su experiencia no encajaba con esa narrativa. Lu entendió que el discurso neurocientífico no solo era insuficiente. También era violento. Convertía su existencia en una patología a explicar, una anomalía a corregir.
De la neurociencia al feminismo
La decisión fue radical. Lu dejó el laboratorio, se inscribió en la Facultad de Filosofía y redireccionó su doctorado. Comenzó a estudiar epistemología feminista, historia de la ciencia y teorías críticas del cuerpo. Así nació Contra el sexo como categoría biológica,un libro que no solo desmonta el discurso neurocientífico, sino que propone una mirada profundamente política del conocimiento.
“No digo que el sexo no exista. Digo que lo que hoy entendemos como ‘sexo’ —dos cuerpos, dos cerebros, dos destinos— es una construcción histórica”.
Hablar del sexo como una construcción sigue siendo incómodo. Incluso peligroso. En la entrevista, Lu reconoce que esa afirmación aún genera sospechas.
“Tuve que aclarar que no soy antivacunas ni negacionista del cambio climático. Parece que si cuestionás el sexo, estás negando la ciencia, cuando en realidad estás diciendo: miremos mejor. Usemos herramientas más complejas. Escuchemos otras voces”.
El biologicismo, esa idea de que el cuerpo manda y determina, sigue siendo seductor. Incluso para algunos feminismos.
“Porque da certezas. Permite explicar las desigualdades sin incomodarse tanto. Es más fácil decir ‘las mujeres somos así por biología’ que asumir que fuimos educadas en la desigualdad. Pero si realmente queremos transformar la realidad, hay que incomodarse”.
En ese camino, una concepto clave fue la de plasticidad. “Me interesa mucho la idea de plasticidad porque rompe con esa visión rígida del cuerpo como algo ya dado, determinado biológicamente”, explica.
La plasticidad implica que tanto el cuerpo como el cerebro están en constante transformación, que pueden adaptarse, cambiar, reaprender. Eso nos permite pensar que no hay un destino natural inscrito en nuestros cuerpos por el hecho de ser mujeres, personas trans o con una corporalidad fuera de la norma.
Una ciencia para desarmar la desigualdad
En un momento donde los discursos antiderechos insisten en esencializar los cuerpos, la propuesta de Lu se vuelve urgente: pensar desde la complejidad, cuestionar los saberes instituidos y abrir espacio a otras formas de hacer ciencia.
"Yo llamaría a la reflexión crítica y a ver realmente las genealogías de la ciencia y de lo que se está defendiendo cuando se dice que sexo es lo mismo que ser hombre y ser mujer. En realidad, sexo es una categoría que supone describir de manera asertiva nuestras biologías, pero no lo hace".
Su trabajo no busca reemplazar una verdad por otra. Busca dejar de naturalizar lo que es profundamente político: el sexo, la diferencia, la desigualdad.
Entonces, "tenemos que ocuparnos de explorar cómo realmente se desarrollan las diferencias biológicas a la luz de las normativas de género y considerando lo que nos caracteriza como especie, que es nuestra alta plasticidad", concluye.