La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP30) arrancó esta semana en Belém con los formalismos de siempre: discursos de urgencia frente a la crisis climática, promesas renovadas y delegaciones de casi 200 países afinando posiciones. Pero lo que realmente marcó la cumbre no ocurrió dentro del recinto, sino en la entrada.
En el segundo día, pueblos indígenas amazónicos, defensoras jóvenes y activistas llegaron a la sede y fueron frenados por un cerco de seguridad. Hubo empujones, forcejeos, gente intentando cruzar como podía mientras, adentro, se discutía por enésima vez el futuro de la Amazonía sin la Amazonía.
Los videos difundidos por Deuda x Clima no necesitan mayor explicación: muestran con crudeza a quienes protegen el territorio tratando de abrirse paso hacia un espacio que decide sobre sus vidas sin ellos. La escena condensa la política climática global: celebra los saberes indígenas, pero no su autoridad; abraza el discurso del “territorio sagrado”, pero mantiene a raya a quienes viven y defienden ese territorio.
Eso también es racismo ambiental. Basta ver quién entra sin trabas y quién tiene que romper el cerco para que lo escuchen. Quién llega con credenciales y quién, otra vez, pone el cuerpo para detener proyectos extractivos que las cumbres se niegan a reconocer como violencias coloniales.
Este año, ONU Mujeres puso el foco en una desigualdad que muchos gobiernos siguen pasando por alto: la crisis climática tiene género y color. Para millones de mujeres —sobre todo indígenas, afrodescendientes y campesinas— el calentamiento global no es un debate de proyecciones, sino una presión diaria: ríos que desaparecen, cosechas que ya no alcanzan, rutas más largas para conseguir agua, migración forzada, violencia que crece cuando los recursos se agotan.
El Panorama de Género 2024 lo detalla: para 2050, 158 millones de mujeres y niñas vivirán en pobreza climática y 236 millones enfrentaran inseguridad alimentaria. Y aun así, al revisar los planes climáticos de 32 países, la ONU encontró lo previsible: se les define como “vulnerables”, pero casi nunca como lideresas. Se les nombra para luego excluirlas del poder. Un gesto profundamente patriarcal.
La crisis climática ya no es solo ambiental: es sanitaria. Un informe presentado por la Organización Mundial de la Salud en Belém advierte que más de medio millón de personas mueren cada año por calor extremo y que uno de cada doce hospitales podría cerrar temporalmente a causa de eventos climáticos. Hoy, entre 3.3 y 3.6 mil millones de personas viven en zonas altamente vulnerables mientras las temperaturas globales rebasan los 1.5 °C. Aun así, salud y género siguen relegados en las negociaciones.
Lo ocurrido en la entrada de la COP30 no fue un episodio aislado: fue la prueba más reciente de un patrón que atraviesa América Latina. Los territorios indígenas siguen siendo los más asediados por el extractivismo, y las defensoras ambientales continúan siendo asesinadas mientras la diplomacia climática evita nombrar la violencia que sostiene estos modelos. Al mismo tiempo, una agenda diseñada por élites económicas y gobiernos cómplices sigue marcando el rumbo de una crisis que esos mismos intereses profundizaron.
La emergencia climática no es un accidente: es consecuencia directa del colonialismo y del racismo que han definido quién acumula poder y quién carga con el despojo. De esas lógicas depende quién ocupa la mesa, quién queda fuera y quién pone el cuerpo. Belém lo hizo evidente: la Amazonía está cansada de ser escenografía y reclama, de una vez por todas, ser reconocida como sujeto político.

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